"(...) Reconciliación, noble palabra. De indiscutible raigambre religiosa,
incluso untada de sacralidad. Obvio sin embargo que nos encontramos
también ante que eso que se llama una palabra-trampa, de esas cuya sola
formulación produce el cierre anticipado de la discusión.
Porque quien
pone en el tablero la propuesta de “reconciliación” se reviste de una
tal superioridad moral —¿quién es capaz de negarse a ella sin caer de
inmediato en la categoría de mezquino o vengativo?— que hace imposible
la discusión.
Por mucho que la reconciliación fuese asimétrica —uno de
los bandos tendría que moverse mucho más que el otro para conseguirla—,
entrar en la dialéctica de la reconciliación termina por conceder algo a
los terroristas o a sus relatadores interesados.
Por eso es su
mantra constante. Porque si los ciudadanos pacíficos que nunca agredimos
a nadie, o el Estado de Derecho que nos ampara, si cualquiera de ellos
tiene que moverse de sus posiciones, por poco que sea, es porque algo
malo hizo o hicieron en el pasado.
Con lo cual ingresamos de hoz y coz
en el relato de contextualización benévola de la violencia pasada, la
única victoria que queda al alcance de los ideólogos del conflicto:
todos tuvieron alguna culpa, por eso todos tienen que poner ahora algo
de su parte. Y no es así, una cosa es perdonar a quien lo pida y otra
que nos conminen a reconciliarnos. Aquí no hubo una guerra civil entre
vascos, igual que Bélgica no invadió el II Reich.
Neguemos la
mayor: no existe eso que se llama “sociedad reconciliada”. Y no sólo no
existe, sino que no cabe proponerla como objetivo normativo en
democracia. Quienes lo hacen están confundiendo torticeramente la buena
sociedad en que piensa la democracia liberal con el reino de los cielos o
la comunión de los santos.
Una buena sociedad no es aquella en
que todos sus integrantes se aprecian, se quieren, o comparten
sentimientos de identidad fraternos, tienen las mismas metas y comparten
un recíproco aprecio: esa es la utopía escatológica de muchas
ideologías, desde el socialismo marxista al radicalismo rousseauniano,
desde el nacionalismo al populismo, pero no es lo que la raíz liberal de
la democracia ha percibido siempre como límite insuperable de la
sociedad humana: su irreprimible estado de conflicto entre ideas,
intereses y aspiraciones.
Su pluralismo de valores, imposible de
resolver en ninguna fórmula salvo la de la pura y simple coexistencia
bajo reglas convenidas. ¿Les resulta pobre y deprimente a algunos? Es su
error de concepto y de esperanza, la democracia consiste en saber
desilusionarse y aprender la decepción.
La situación normal —no
usemos la palabra natural— de la sociedad es la conflictiva, y es bueno
que así sea, de lo que tratan las reglas es de encauzar el conflicto
para que la sociedad no se destruya, no de suprimirlo.
La sociedad
vasca no necesita para ser una sociedad normal —conflictiva— ninguna
reconciliación ciudadana. Le basta, como a todas las sociedades
democráticas, con que todos acaten las normas, aunque sea a
regañadientes y con miradas torvas.
Nadie espera de ellos amor ni
cariño, sólo se trata de que no den palizas a nadie. No de que aplaudan a
la policía, basta con que la respeten. Eso es la convivencia. Lo demás
son ganas de confundir." (José María Ruiz Soroa, El País, 02/11/16)
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