2/5/16

Desde que quebraron las subvenciones dignas de emperadores romanos, muchos, no la mayoría, pero sí los suficientes, han decidido romper la sociedad catalana, porque no les sirve a sus intereses ni a sus proyectos

"Cataluña está viviendo uno de los momentos más alucinantes de su historia. No hay experto que pueda calibrar el deterioro que se ha ido produciendo en las cosas más sencillas de la vida como son la conversación y la escritura, esa magnífica invención que nos permite no sólo comunicar nuestros sentimientos, sino compartir ideas o contrastarlas sin necesidad de obligar al otro a pagar peajes.

La sociedad catalana vive una crisis total de objetivos, no de identidades, como asegura la facción talibán que ha crecido como los hongos, siempre que los hongos fueran plantados por dirigentes bien remunerados. 

Si algo ha caracterizado a esta sociedad, antaño, fue su radicalidad. Una gran masa pequeñoburguesa entre islas anarquistas o aventureras. Todavía no se había instalado la cobardía ética como virtud social. Cuando hace unos meses encontré casualmente por la calle a Raimon, el bardo esencial de este país, y nos tomamos unos cafés después de años de no vernos, me reprochó levemente, al estilo levantino, que algunos artículos míos eran muy duros con los hábitos de este país. 

¿Qué pensará ahora cuando una simple frase –“yo no soy independentista”– le generó los insultos más viles, a una persona que entregó su vida y su obra a hacer gozar a la que creía que era su gente? No hay países buenos ni malos, sólo existe gente decente y gente indecente.

Hay que reconstruir la sociedad civil catalana y esa es una tarea tras el virreinato pujoliano, el derrumbe de la dignidad social que fue Millet y el caso Palau; el mejor abogado del mundo mundial, Piqué Vidal, maestro de generaciones de abogados de tronío, convertido en extorsionador, y el mejor juez, Pascual Estevill, implacable mantenedor de la justicia y devenido en un miserable comisionista. 

Es verdad que eso pasa y pasó en muchas partes, pero ellos no eran la sal de la tierra. Un país que un día podía ser Suecia y otro Holanda, como decía el gran falsificador, que no sólo había quebrado un banco en beneficio propio sino que consiguió que se le considerara la vara de medir honestidades (hecha excepción de su señora, demasiado inclinada a la floricultura de alto rango y a unos hijos que preferían la delincuencia de élite).

Desde que quebraron las leyendas, y las economías del país, y las subvenciones dignas de emperadores romanos, entramos en una crisis de la que muchos, no la mayoría, pero sí los suficientes, han decidido crear un conflicto civil. 

Hay que romper la sociedad catalana, porque no les sirve a sus intereses ni a sus proyectos. En el fondo intereses de capilla, de perder la asesoría, la tertulia, la cátedra ganada a pulso de trampa y cartón –a la manera española, diríamos, si no les pareciera una comparación ofensiva–.

Primero disolvieron la izquierda, la mítica izquierda de Cataluña, el faro de la primera transición, y lo hicieron a un precio de saldo. Como se trata de un país pequeño, seleccionadas las patums de hojalata, las fueron colocando en una compra nada sutil pero tampoco escandalosa. Desde Eugenio d’Ors, si no antes, este país descubrió lo barato que es un intelectual; se alimentan de vanidad y pocos recursos. (...)

Pero la cosa empieza a ponerse un poco fea. Nadie sabe quién manda. Cataluña tiene un president salido de la nada en una jugada tan extraña y chumacera que uno no sabe muy bien si se trata de un candidato de repuesto, un milagro virginal o sencillamente un pacto entre la casta más corrupta e incompetente desde los tiempos de Cambó. 

Baste decir que al president Puigdemont, un segundón funcionarial del mundo trepador de provincias, se le conoce entre los suyos como el Mocho, y no porque limpie nada sino por su personal tratamiento capilar.  (...)"                    (El neofascismo lingüístico, de Gregorio Morán, La Vanguardia, en Caffe Reggio, 09/04/16)

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