"Cataluña lleva años empantanada en el denominado procés; una
apuesta política desconcertante, que la aboca al riesgo de fractura, el
bloqueo político y la inacción en otros ámbitos, menos “épicos”, pero de
los que en realidad depende el bienestar inmediato de sus ciudadanos.
En este contexto tan incómodo es comprensible que resurja el deseo de
desenredar la madeja de forma rápida y participativa a través de un
referéndum vinculante de independencia.
(...) forzar un referéndum a la escocesa sigue siendo su gran objetivo
estratégico. Significaría alcanzar ya la mitad de su programa máximo
(verse reconocidos como comunidad política aparte) y, si triunfase el
“no”, el precedente permitiría repetir en el momento propicio para
conseguir la otra mitad (una secesión legal aceptada
internacionalmente).
En cambio, sí resulta más intrigante que esta
solución se defienda también por un sector importante de la izquierda no
nacionalista en Cataluña y toda España invocando argumentos tanto
democráticos (volem votar) como pragmáticos (convé votar).Nosotros discrepamos de ambos. (...)
Para empezar, puede en efecto dudarse del supuesto clamor por el
“derecho a decidir”. Se suele repetir que un 80% de los catalanes
querría ser consultado sobre su futuro. En realidad, esa evidencia
demoscópica se deriva del sesgo simplificador que resulta de preguntar
algo así como: “¿Prefiere usted ser tenido en cuenta o ninguneado?”. Sin
embargo, cuando las encuestas son más sofisticadas y las posibles
respuestas incluyen otras opciones como la negociación entre Gobiernos,
entonces las posturas se matizan.
Así ocurrió, por ejemplo, en el
barómetro de GESOP (febrero 2014), donde solo un 49% se decantaba por el
referéndum como solución; esto es, un número algo mayor, pero no muy
alejado, de los que prefieren la independencia.
Pero, al margen del debate sobre el verdadero apoyo social al
referéndum, conviene detenerse en las dos razones prácticas aducidas por
quienes abrazan esta solución aun sin ser independentistas:
1) serviría
para aclarar por fin los deseos del pueblo catalán y
2) el mero hecho
de celebrarlo reduciría la ansiedad secesionista, contribuyendo así a su
derrota.
En este razonamiento se obvia el choque de legitimidades entre la
voluntad de la ciudadanía catalana (en realidad, solo de una parte
significativa de ella) y el marco constitucional vigente, amén de la
contradicción con los deseos del pueblo español, que es en principio el demos
sobre el que se fundamenta nuestra democracia, y cuya inmensa mayoría
—aquí sí— no tiene interés en ver su país cuestionado, ni eventualmente
tener que enfrentarse a las consecuencias sociales, políticas y
económicas de su descomposición. (...)
Una fórmula así, con pregunta binaria, tendría aparentemente la
ventaja de la claridad del resultado. Pero tiene cuatro grandes
inconvenientes democráticos.
El primero es no recoger la preferencia de una bolsa importante de
ciudadanos catalanes, probablemente la más abundante, que rechaza el statu quo,
pero no quiere la secesión, sino un nuevo pacto para renovar y mejorar
el autogobierno. Ese fue justo el problema del precedente escocés, donde
la pretensión mayoritaria (más devolution) no pudo ser votada
pues Cameron pretendía evitar una molesta negociación competencial
obligando a los escoceses a escoger de manera dramática por el “dentro” o
“fuera”.
El segundo inconveniente es que la claridad es imposible en
situaciones de potencial empate; y aquí sirve el precedente de Quebec,
donde llevan décadas discutiendo agotadoramente qué constituye una
“mayoría clara”.
Los contorsionismos que se están dando en Cataluña para
considerar suficientes los magros resultados del 27-S ilustran que aquí
la controversia sería incluso mayor. Y ninguna fórmula, ya sea con dos o
más opciones, arrojaría un resultado incuestionable. ¿Cómo íbamos a
gestionar por ejemplo que el 48% opte por la independencia, un 24% por
el federalismo y un 28% por el statu quo autonómico?
Eso lleva al tercer “pero”: un resultado que rechazase por poco la
opción secesionista difícilmente la desactivaría (no lo hizo en Quebec,
ni en Escocia), y condenaría, bajo presión nacionalista y cálculos
estratégicos para que el centro haga ofertas seductoras que mejoren el
poder del territorio, a nuevas votaciones (el “neverendum”).
Pero en nuestra opinión es el cuarto inconveniente el más
problemático: Cataluña está atravesada por una fractura social y
política que difícilmente se puede cruzar tras una deliberación
democrática porque refleja identificaciones primigenias.
Cuando la
población está partida en dos mitades con fuertes identidades
culturales, el resultado de un referéndum solo capturaría estados de
ánimo contingentes de un pequeño grupo de indecisos cuyo voto es
susceptible de oscilar. Cataluña no es un sol poble.
Los partidarios del referéndum han construido una imagen mitificada del
proceso de Escocia, que no sufre división identitaria, pero han obviado
muchos otros casos (como Bélgica, Úlster o Chipre) donde solo las
posiciones más sectarias consideran que votar una ruptura puede
funcionar como mecanismo legítimo y eficaz para gestionar el conflicto.
Cuando existen problemas territoriales con matriz identitaria, un
referéndum, lejos de ayudar a resolver la fractura social, polarizaría
aún más.
No defendemos un Estado-jaula, que atrapa a una mayoría clara y
persistente de ciudadanos que quieren salir de él. Porque si la ruptura
fuera irreversible y no identitaria, una democracia avanzada como España
tendría que plantearse aceptar la secesión. Pero esa mayoría no
aparece, ni se la espera.
Por eso la solución no es un referéndum. En
realidad no hay solución más allá de sensatas fórmulas de “conllevancia”
que trabajosamente se empeñen en construir, con grandes dosis de
diálogo y generosidad, sistemas de poder compartido.
Por supuesto, los
pactos que se alcancen —la reforma federal o un encaje más satisfactorio
de las respectivas minorías— podrían refrendarse luego por la
ciudadanía. Pero esa no sería ya una votación divisiva." (
Pau Marí-Klose /
Ignacio Molina
, El País, 2 DIC 2015)
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