"(...) En las últimas décadas muchos territorios se han constituido en
nuevos estados, pero hay muchísimos más donde una parte de la población
querría independizarse sin posibilidad de lograrlo. Los nuevos estados
nacen de intereses geoestratégicos, normalmente tras terribles guerras o
desmantelamientos de imperios empobrecidos.
En muy pocos casos los
nuevos estados nacen por mutuo acuerdo de las partes (Chequia y
Eslovaquia). Los intentos fallidos de Quebec y Escocia, de haberse
producido, se encontrarían dentro de este último y ciertamente escaso
grupo.
En mi opinión únicamente personal, en comparación con estos procesos,
en Catalunya concurren algunas condiciones que trabajan en contra de
dar una mínima probabilidad a la independencia.
En primer lugar, no
parece que el resto de la población española quiera que Catalunya se
separe, lo que hace inviable un cambio constitucional que permita su
planteamiento. El último barómetro del CIS sitúa a los partidarios de
consentir la independencia en tan sólo el 9,7% de la población española.
Asimismo, el 8 de abril del 2014 se sometió a consideración del
Congreso una ley para que la Generalitat pudiese convocar un referéndum
sobre el futuro de Catalunya.
Sólo 47 diputados de toda España (13,4%)
aprobó la proposición, aparte de que la mayoría de los diputados
catalanes, 26 de los 48, rechazaron la propuesta. ¿Qué Gobierno
democrático podría permitir la escisión de su territorio con el apoyo de
sólo el 9,7% de su población?
En segundo lugar, la población catalana está muy dividida. El
independentismo ha pasado rápidamente de un soporte del 25% a otro de
alrededor del 40%, donde se ha estabilizado. Incluso contando con un
apoyo, del 51% no se iría muy lejos. Y menos cuando ese apoyo podría ser
coyuntural, y como otros ismos en Europa, haberse alimentado de la
crisis de los últimos seis años.
Los movimientos democráticos que
quieren modificar las estructuras de un país suelen pivotar sobre una
legitimidad abrumadora (3/4 de la población) y durante un largo periodo
de tiempo. Declarar algo tan excepcional con mayoría de escaños en el
Parlament, aunque sin mayoría de votos gracias a la ley D’Hondt, sería
poco razonable y democrático.
¿Qué pasaría con esa mayoría de catalanes
que no quiere la independencia? ¿Una vez el proceso se hubiese
consumado, se les permitiría votar cada cierto tiempo para reunificarse
con España? Pero lo más importante, ¿qué país democrático del mundo
dejaría a la intemperie a más de la mitad aproximada de la población por
el coyuntural deseo del resto de romper con la legalidad?
En tercer lugar, para constituir un nuevo Estado no sólo hacen falta
mayorías amplias y sostenidas en el tiempo sino el apoyo y el
reconocimiento de la comunidad internacional. No se trata aquí de
obtener apoyo de algunos pequeños países o de la simpatía que pueda
expresarse en algunos medios internacionales, sino de los padrinos que
se precisan para ser reconocido en las Naciones Unidas y en el resto de
los organismos internacionales incluyendo a la UE. (...)
Las grandes potencias –Alemania, China, Estados Unidos, Francia,
Japón, Reino Unido y Rusia– difícilmente pueden estar interesadas en
cambiarlo mediante un conflicto en medio de Occidente. Sería un ejemplo
que seguir para fraccionar otros países en trozos cada vez menos
gestionables, que además no es clave para la gobernanza del mundo, el
suministro de energía o materias primas o la lucha global contra el
terrorismo.
En definitiva, ¿es posible creer que realmente puede conseguirse la
independencia sin la aquiescencia de la comunidad internacional, sin el
apoyo unánime y sostenido de la población catalana, y sin el soporte del
resto de España? ¿Adónde vamos? Pues, claramente, no hacia la
independencia. Con posicionamientos unilaterales y sin diálogo,
podríamos estar al inicio de un proceso largo y tedioso de conflicto
permanente con el Estado.
Una olla a presión que consumiría las energías
de la población en un fuego fútil. Un goteo ininterrumpido de
desencuentros que incrementarían diferencias, agravios y conflictos sin
fin, haya o no razones. Mientras, perderíamos por el camino inversiones y
talento, que acostumbran a no sentirse cómodos en lugares políticamente
convulsos e inciertos.
A muchos puede atraerles ese marco de indefinición (y decadencia),
porque ven la independencia al final del túnel, dentro de 25 o quizá 40
años. Creen, que con el tiempo, este fenomenal conflicto podría crear
mayorías más sólidas en Catalunya, generar un gran cansancio en el resto
de España y acabar por convencer a las grandes potencias.
Y así, por un
proyecto a largo plazo con unas posibilidades de éxito tan remotas, se
podría llegar a sacrificar una parte importante del bienestar y de las
capacidades de toda una generación. (...)" (¿Quo vadis, Catalunya?, de Jaime Malet Perdigó en La Vanguardia, en Caffe Reggio, 03/09/2015)
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