15/9/15

Declarar la independencia de Cataluña con mayoría de escaños en el Parlament, aunque sin mayoría de votos gracias a la ley D’Hondt, sería poco razonable y democrático

"(...) En las últimas décadas muchos territorios se han constituido en nuevos estados, pero hay muchísimos más donde una parte de la población querría independizarse sin posibilidad de lograrlo. Los nuevos estados nacen de intereses geoestratégicos, normalmente tras terribles guerras o desmantelamientos de imperios empobrecidos.

 En muy pocos casos los nuevos estados nacen por mutuo acuerdo de las partes (Chequia y Eslovaquia). Los intentos fallidos de Quebec y Escocia, de haberse producido, se encontrarían dentro de este último y ciertamente escaso grupo.

En mi opinión únicamente personal, en comparación con estos procesos, en Catalunya concurren algunas condiciones que trabajan en contra de dar una mínima probabilidad a la independencia. 

En primer lugar, no parece que el resto de la población española quiera que Catalunya se separe, lo que hace inviable un cambio constitucional que permita su planteamiento. El último barómetro del CIS sitúa a los partidarios de consentir la independencia en tan sólo el 9,7% de la población española. Asimismo, el 8 de abril del 2014 se sometió a consideración del Congreso una ley para que la Generalitat pudiese convocar un referéndum sobre el futuro de Catalunya. 

Sólo 47 diputados de toda España (13,4%) aprobó la proposición, aparte de que la mayoría de los diputados catalanes, 26 de los 48, rechazaron la propuesta. ¿Qué Gobierno democrático podría permitir la escisión de su territorio con el apoyo de sólo el 9,7% de su población?

En segundo lugar, la población catalana está muy dividida. El independentismo ha pasado rápidamente de un soporte del 25% a otro de alrededor del 40%, donde se ha estabilizado. Incluso contando con un apoyo, del 51% no se iría muy lejos. Y menos cuando ese apoyo podría ser coyuntural, y como otros ismos en Europa, haberse alimentado de la crisis de los últimos seis años. 

Los movimientos democráticos que quieren modificar las estructuras de un país suelen pivotar sobre una legitimidad abrumadora (3/4 de la población) y durante un largo periodo de tiempo. Declarar algo tan excepcional con mayoría de escaños en el Parlament, aunque sin mayoría de votos gracias a la ley D’Hondt, sería poco razonable y democrático. 

¿Qué pasaría con esa mayoría de catalanes que no quiere la independencia? ¿Una vez el proceso se hubiese consumado, se les permitiría votar cada cierto tiempo para reunificarse con España? Pero lo más importante, ¿qué país democrático del mundo dejaría a la intemperie a más de la mitad aproximada de la población por el coyuntural deseo del resto de romper con la legalidad?

En tercer lugar, para constituir un nuevo Estado no sólo hacen falta mayorías amplias y sostenidas en el tiempo sino el apoyo y el reconocimiento de la comunidad internacional. No se trata aquí de obtener apoyo de algunos pequeños países o de la simpatía que pueda expresarse en algunos medios internacionales, sino de los padrinos que se precisan para ser reconocido en las Naciones Unidas y en el resto de los organismos internacionales incluyendo a la UE. (...)

Las grandes potencias –Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Japón, Reino Unido y Rusia– difícilmente pueden estar interesadas en cambiarlo mediante un conflicto en medio de Occidente. Sería un ejemplo que seguir para fraccionar otros países en trozos cada vez menos gestionables, que además no es clave para la gobernanza del mundo, el suministro de energía o materias primas o la lucha global contra el terrorismo.

En definitiva, ¿es posible creer que realmente puede conseguirse la independencia sin la aquiescencia de la comunidad internacional, sin el apoyo unánime y sostenido de la población catalana, y sin el soporte del resto de España? ¿Adónde vamos? Pues, claramente, no hacia la independencia. Con posicionamientos unilaterales y sin diálogo, podríamos estar al inicio de un proceso largo y tedioso de conflicto permanente con el Estado. 

Una olla a presión que consumiría las energías de la población en un fuego fútil. Un goteo ininterrumpido de desencuentros que incrementarían diferencias, agravios y conflictos sin fin, haya o no razones. Mientras, perderíamos por el camino inversiones y talento, que acostumbran a no sentirse cómodos en lugares políticamente convulsos e inciertos.

A muchos puede atraerles ese marco de indefinición (y decadencia), porque ven la independencia al final del túnel, dentro de 25 o quizá 40 años. Creen, que con el tiempo, este fenomenal conflicto podría crear mayorías más sólidas en Catalunya, generar un gran cansancio en el resto de España y acabar por convencer a las grandes potencias. 

Y así, por un proyecto a largo plazo con unas posibilidades de éxito tan remotas, se podría llegar a sacrificar una parte importante del bienestar y de las capacidades de toda una generación.  (...)"                 (¿Quo vadis, Catalunya?, de Jaime Malet Perdigó en La Vanguardia, en Caffe Reggio, 03/09/2015)

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