"La sacralización de una causa cualquiera –la revolución proletaria,
la apoteosis de una nación, el culto al crecimiento o el
independentismo– suele implicar la desacralización de todas las demás,
como en nuestro país viene ocurriendo con la sanidad, la educación, la
pobreza o la exclusión, alevosamente postergadas por unas autoridades
obcecadas por tapar sus vergüenzas y las ajenas.
Una vez sacralizada, la
causa de marras es separada de los asuntos vulgares que integran el
ámbito profano. Y convertida, al cabo, en dogma de fe que devalúa las
demás urgencias y proyectos, indiscutible prejuicio que –bien que
ilusoriamente– funda un mundo-dado-por-garantizado inmune a la crítica, y
un orden de prioridades inatacable.
Semejante consagración ejerce
abrumadores efectos sobre las mentalidades y las prácticas colectivas,
ya que extiende la incuestionada creencia de que La Causa es por sí misma capaz de resolver los mayores retos que una sociedad enfrenta. (...)
Es así como se escamotea la pluralidad y se imponen praxis y
discursos de control: sea al modo del totalitarismo clásico, como
sucedió con las tiranías del siglo XX; sea al del seductor “totalismo”
al que propenden los regímenes posmodernos, cuya hegemonía se basa en la
mixtificación de la realidad y en la guía sutil de las mentes.
Al
enturbiar la conciencia de esa diversidad, La Causa propicia un
maniqueísmo cuyo más visible fruto es la división de la colectividad en
dos bandos, “ellos” y “nosotros”, y la conversión de los primeros en
adversarios e incluso enemigos.
Este fenómeno constituye la médula de
las demagogias populistas, por lo común ornadas con masificadas
efusiones de unánime fe, y revela cuán coimplicados se hallan lo
religioso y lo político, así como la amenaza que todo absolutismo ejerce
sobre la convivencia.La anterior reflexión esclarece varios estragos que afligen al país, sin cesar enturbiados por la algarabía imperante. (...)
Tal es el caso (...) del derecho a decidir y el independentismo, que pasa por ser la única
utopía factible para una sociedad desnortada, cuyos poderes públicos y
privados han hecho de los sectores más vulnerables paganos exclusivos
del desfalco en curso.
Por más que existan legítimas razones para apoyar
tal derecho, de acuerdo con el radicalismo democrático que defendemos,
nos parece objetable –y grave, por la ceguera que comporta– que tan
deseable prerrogativa haya adquirido la condición sacralizada, exclusiva
y “totalista” que acabamos de glosar.
Porque no son las élites del
dinero las que lo vindican, ni tampoco las machacadas clases
subalternas, sino un aglomerado mesocrático que lo ha erigido en tótem y
mantra inapelable, por lo visto convencido de integrar una comunidad
homogénea llamada a consumar la “independencia” y “la libertad” –ese
fulgente horizonte–, y no una sociedad heterogénea aherrojada por la
interdependencia que la globalización promueve.
Embriagado por tan
sacra y adánica misión, el presunto “pueblo” soberano de su “nación”
comete tres olvidos importantes, al menos. Primero, que no existen
pueblos, ni naciones, ni identidades dadas de antemano, sino países
tejidos por tradiciones distintas y a menudo contradictorias, cuyos
miembros profesan identificaciones mudables y mezcladas.
Después que
tales países conforman hoy en día “sociedades abiertas” cuyos ciudadanos
van siendo degradados en súbditos por un poder cada vez más impune y
sofisticado, hiperdependientes de decisiones siempre ajenas y maniatados
por muchas e inadvertidas mordazas.
Y por último, que el inmaculado
“derecho a decidir” actúa como un espejismo si sólo se aplica a la
expedición de pasaportes, en vez de ser reclamado como una prerrogativa
democrática radical, indispensable para que la ciudadanía decida acerca
de los urgentes desafíos que arrostra.
Sumada a la depresión
económica, la quiebra del sistema institucional ha llevado al país a un
punto límite, que exige decisiones trascendentes tanto a las élites como
al conjunto de la ciudadanía, y una altura de miras que el estamento
político defrauda. El derecho a decidir debe ejercerse, desde luego,
aunque extendiéndolo a frentes mucho más decisivos que las fronteras.
Porque lo que está en juego es la organización económica y política de
Catalunya, España y Europa; y la escandalosa corrupción y desigualdad; y
la cínica corrupción del discurso público; y la poda del Estado del
bienestar y de la propia democracia.
Todos esos desafíos deben ser
sometidos a colectiva deliberación y decisión, en un proceso de
regeneración democrática impulsado por una sociedad civil consciente de
su íntima diversidad, y de la gravedad de esta encrucijada. Y dispuesta a
ejercer los derechos y deberes que conlleva el decidir: una
autodeterminación económica, política y social, y no sólo patriótica." (Lluís Duch, antropólogo y monje de Montserrat. Albert Chillón, Caffe Reggio, 22/11/2013)
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