"Se sostenía que, a diferencia del resto de España, el País Vasco había
actuado como aplicada hormiga y no como negligente cigarra, evitando
tontear con la burbuja inmobiliaria y apostando previsoramente por la
economía productiva y la innovación.
Que existía un ‘modelo vasco’ que
conecta la idiosincrasia de este pueblo de raíces milenarias con la
virtud económica y asegura la Euskadi idílica que el lehendakari Urkullu
vendió en la Universidad de Columbia durante su reciente viaje a la
Costa Este de Estados Unidos.
Y es cierto que, pese a la cascada de malos datos en casi todos los indicadores, del rosario de ERE y del goteo de nuevos desempleados por millares, Euskadi seguía afirmando su singularidad también ante la crisis con un estado de ánimo menos depresivo que el que invadía al resto de España.
Por eso, nadie esperaba
que la viga de la confianza iba a crujir por el punto menos pensado.
Precisamente allí donde se asentaba lo más diferencialmente sólido de
una sociedad rica en mitificadas singularidades: en Fagor, una firma que
resume el origen y la esencia del movimiento cooperativo.
Poco importa que el colapso de la cooperativa de electrodomésticos remita a factores tan universales como un manejo defectuoso del timón en medio de una tormenta perfecta. Lo cierto es que la crisis de Fagor ha tenido un efecto en el ánimo colectivo de Vasconia infinitamente más demoledor que el conjunto de hundimientos que llevamos acumulados desde aquel ya lejano 2008.
Ha sido como si, de repente, se esfumara la última reserva
de confianza y el ánimo de la sociedad vasca, empezando por el de sus
dirigentes institucionales, se sumiera en un denso pesimismo.
Si ha caído lo que pensábamos más sólido y más nuestro, ¿qué puede suceder con el resto de nuestro tejido productivo si no llega la siempre demorada recuperación?, es la pregunta que casi nadie se atreve a verbalizar. A falta de iniciativas y soluciones (el supuesto modelo vasco, estando bien enfocado hacia la nueva industria y la innovación, se ha revelado muy dependiente de la demanda externa y de la abundancia de recurso públicos en los años dorados) se impone una tensa inquietud nada proclive a aventuras y riesgos. Salvo los desposeídos de todo, la mayoría se conformaría con quedarse como está, aunque ese estado sea una confortable mediocridad.
Este sentimiento de sociedad achantada, acrecentado durante la crisis, tiene también su expresión en el mundo de la política. Resulta sintomático que la respuesta institucional a la pérdida de la joya del Alto Deba no haya sido un vigoroso plan de reindustrialización sino una sobreactuada trifulca con Cantabria (¿no era Baviera nuestra referencia?) o que a partir de ese instante hayan desaparecido algunas de las habituales alusiones despectivas a la marca España.
Y llama la atención igualmente la falta de entusiasmo del
nacionalismo vasco de referencia ante experimentos secesionistas
(Cataluña, Escocia) que deberían sonarle a música celestial.
El mismo PNV, que no hace tanto se apuntaba a cualquier proceso de independencia que se moviera por el ancho mundo, ahora que tiene procesos en marcha a la puerta de casa mira para otro lado y silba.
Ni siquiera el fin del
terrorismo, cuya existencia se presentaba discutiblemente como un lastre
para las aspiraciones nacionalistas, o la consiguiente acumulación de
fuerzas abertzales que aquél permite en teoría actúan en esa dirección.
Puede aceptarse como hipótesis que los efectos de la década de Lizarra y el Plan Ibarretxe están funcionando como vacuna, pero también cabría considerar hoy que la mutación soberanista que el nacionalismo experimentó entonces tenía mucho que ver con la euforia económica de la época y la falsa expectativa de que impulsados por aquella ola todo era posible y sólo se podía ganar.
El actual estado de ánimo poco se parece al de la década prodigiosa. La crisis ha hecho que se valore más lo que aporta el autogobierno que se disfruta y que el ensueño de lo que se podría llegar a conseguir quede apagado por el temor a perder lo mucho que se tiene ya. Es lo que sugiere la precavida contención que, en contraste llamativo con lo que ocurre en Cataluña, manifiesta en Euskadi el nacionalismo gobernante.
Seguramente intuye que el horno social vasco no está ahora para bollos soberanistas." (EL CORREO 16/12/13, EMILIO ALFARO, en Fundación para la Libertad)
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