"Los conciertos económicos no son fáciles de justificar. Al menos,
mientras esperemos argumentos políticos, públicos, susceptibles de ser
atendidos por todos. El «a mí me conviene», el egoísmo, puede ser un
incentivo, pero nunca un principio moral. Cuando escarbamos en la
palabrería de sus defensores encontramos cuatro argumentos: no suponen
privilegios; están consagrados en la Constitución; no hay problemas con
el concepto, sino, si acaso, con su aplicación; tienen profundas raíces
históricas.
El primer argumento es poco compatible con los datos. Según
uno de los más competentes analistas de estas cosas, Ángel de la Fuente,
«la financiación por habitante del País Vasco es superior en un 60% a
la media de las regiones de régimen común a igualdad de competencias y
la situación no es muy distinta en Navarra».
Sean cuales sean los datos,
es de suponer que quienes alegan que no suponen privilegios, en tanto
comprometidos implícitamente con la igualdad, no tendrían inconveniente
en renunciar al trato diferencial, el modo más sencillo de apostar por
la igualdad. Pero no parece.
La apelación a la Constitución, con
independencia de que produce dentera escuchada en ciertas bocas, invita a
pensar que estarían dispuestos a aceptar su desaparición, siempre que
se realizara mediante los procedimientos que la ley contempla. Tampoco
parece.
Aún sirve menos la tesis de que es un simple método de cálculo:
un método que regularmente propicia resultados injustos es un mal
método.
Al final, solo queda el último argumento, también débil. Que
algo haya sucedido no es razón para que siga existiendo. La emancipación
humana consiste en tomarse en serio que la historia no justifica nada.
Pero los problemas que plantean los regímenes especiales son más
hondos que la falta de justificación normativa. Constituyen una fuente
de inestabilidad para la democracia. Por varias razones. La fundamental
es que no cabe su generalización. Sucede con los privilegios, que no
están abiertos a todos.
En este caso es todavía peor, porque para que
unos puedan disfrutar de la situación especial se les ha de negar a los
demás. Para que los privilegiados no contribuyan otros han de contribuir
algo más. Una mayor pobreza (media) de los demás es la condición de su
riqueza.
A partir de ahí los problemas se multiplican. La simple posibilidad de
una situación fiscal especial invita a levantar el brazo y pedir turno.
Según parece, Miquel Roca rechazó la posibilidad de disponer de algo
parecido al cupo. Da lo mismo. La réplica de patio de colegio «haberlo
dicho antes» –a la altura del «Santa Rita, Rita»– pudo servir un tiempo,
pero tiene poco vuelo.
Roto el compromiso con la igualdad, la
inestabilidad está asegurada y los conflictos proliferan. En primer
lugar, entre todos los españoles, cuando asoma esa perversa retórica del
«no me sale a cuenta convivir con los demás», que atenta contra el
ideal de ciudadanía, de una comunidad de justicia y decisión y, desde
luego, invitaría a olvidarnos, para empezar, de niños, ancianos o
discapacitados.
También, entre las distintas comunidades, entregadas a
carreras posicionales, a entender sus relaciones como un juego de suma
cero: yo solo gano si tú pierdes. No hay mejor testimonio, ni más
obsceno, que la condena porque sí del «café para todos», así, sin más
argumentos. Y, todavía más, también provocan conflictos entre
nacionalistas.
Los nacionalistas podrán organizar muchas galeuscas y
fotografiarse juntos, pero tendrán difíciles dos cosas: entenderse en
una lengua que no sea la común y elaborar un proyecto fiscal compartido.
Los nacionalistas vascos lo último que quieren es que Cataluña acceda a
su situación. Y los gallegos, aún menos. Que las cuentas no salen. (...)
Al final, los grandes partidos se ven en un dilema ingrato entre apostar
por un programa nacional, a riesgo de retrasar el acceso al poder ad
calendas graecas, o tocar poder, apoyo nacionalista mediante, con
pasteleos conceptuales y programáticos, siempre bajo la amenaza de que, a
medio plazo, cuando pierdan el gobierno y su fuerza cohesionadora e
intimidatoria, es muy probable que las baronías acaben por descomponer
el partido. (...)
Así las cosas, no hemos de extrañarnos de cómo han ido las cosas: los
grandes partidos dejaban a los nacionalistas señorear «sus naciones» a
cuenta de sus apoyos y hasta ponían en circulación toda su chatarra
ideológica («la riqueza de la pluralidad», «la identidad»). Un ir
tirando que, con el tiempo, ha acabado por poner a prueba las costuras
de la democracia. La manoseada conllevancia. Pero la verdad es que
conllevar, conllevar, solo conllevamos unos." (FÉLIX OVEJERO / Profesor en la Universidad de Barcelona, ABC 23/06/13, en Fundación para la Libertad)
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