Un niño y una niña tan chiquitos que sus piernas, estiradas en línea recta, encajaban fatalmente en nuestra zona lumbar. Guille y yo somos ambos algo lentos de reflejos, discretos, pudorosos, y aguantamos casi un cuarto de película hasta dejar caer las primeras quejas:
-Disculpe-, dije al fin, un poco al aire. -Ojo con los pies en la butaca…
Pero las pataditas siguieron, mientras las ardillas triunfaban en el mundo de la música a base de villancicos estridentes y melodías de espanto. Volví a girarme y miré a la señora a la cara. Iba peinada de peluquería, muy maquillada y con la chaqueta puesta. Se lo pedí de nuevo amablemente:
-Por favor, dígale a los niños que tengan cuidado con los pies.
Esperé, pero no dijo nada ni me devolvió la mirada. De hecho, no parecía verme ni oírme. La niña sí me lanzó miraditas asustadas de reojo, pero el niño estaba abducido por las ardillas, y sus pies machacaban los riñones de Guille, que, de vez en cuando, me agarraba del brazo para susurrarme al oído:
-Mamá…
-Ya voy, ya voy…- Volví a girarme: -Oiga-. Nada, como si yo fuera transparente. ¿Oiga!
Pasé la mano frente a su cara, pero ni siquiera parpadeó. ¿Qué le pasaba? Desconcertada, dudando si llamar al acomodador o abandonar la sala, oí que la niña le preguntaba a mis espaldas:
-Què passa, iaia?
-No ho sè-, contestó, -parlen en castellà.
Y mi hijo y yo nos miramos sin saber qué añadir, ambos discretos y pudorosos, catalanes ambos de nacimiento." (lavozdebarcelona.com, 24/02/2010)
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