‘No tiene nada de extraño que el próximo día 30 se haya organizado en Arenys de Mar una concentración apoyada por distintos partidos políticos y asociaciones cívicas contra las multas lingüísticas de la Generalitat. Dinamizador de esta iniciativa es un comerciante al que han multado con 1.200 euros por no tener los rótulos de su tienda escritos en catalán, y que piensa apelar donde haga falta.

Recuerdo que hace algunos meses, el portavoz de uno de los partidos del gobierno autonómico pregonaba, como un éxito del que había que alegrarse, la cuantía del botín recaudado durante el pasado año gracias a estas sanciones, y las pingües previsiones para el corriente. Sus socios del Tripartito callaban y procuraban mirar hacia otra parte. Y sólo los más fanáticos entre los mil columnistas a sueldo del movimiento nacional catalanista celebraron esa recaudación. Los demás notaban que quedaba… así, como feo.

En efecto, al margen de las consideraciones políticas, lingüísticas y de sentido común (que se siente maltratado cuando el Estado, a través de su delegación en Cataluña, la Generalitat, castiga el uso del idioma oficial del Estado); al margen, digo, de estas consideraciones, a poco que uno tenga cierto sentido no ya de la justicia sino de la estética la misma idea de las sanciones lingüísticas le dará vergüenza, ajena o propia.

[…] Lo peor, me parece, no es el abuso de poder, ni el desprestigio que se le causa a una lengua cuando se intenta imponerla a base de multas y acoso. Lo más repulsivo es que en muchos de los casos el expediente se pone en marcha a partir de la delación de algún ciudadano anónimo que cursa una reclamación en una oficina oficial y al que se le garantiza el anonimato. En otras palabras, se trata de alentar entre los ciudadanos la delación, de convertirlos en chivatos’. (lavozdebarcelona.com, 27/01/2010)