"A lo largo de estos últimos meses he asistido día a día, con gran tristeza, al juicio del procés.
La democracia española, aquella por la que murieron miles de personas
por defenderla en la Guerra Civil y otras muchas fueron al exilio, más
las represaliadas durante la dictadura franquista, no se merecían esta
representación teatral.
Tampoco ninguno de nosotros que luchamos porque
las otras lenguas españolas fueran reconocidas como cooficiales, y
respetada y cuidada la cultura que emanara de las mismas. Quienes han
llevado a la democracia a semejante abismo, sean condenados por rebelión
o sedición, de mí solo merecen desprecio.
No únicamente fueron perjuros
sino que, además, traicionaron al resto de sus compatriotas. Su
intención (aquella que su cobardía reprimió por un instante) no
únicamente era separarse de su país de más de quinientos años (a pesar
de sus ficciones históricas) sino también y, sobre todo, destruirlo.
Porque esa siempre fue, es y será, su propósito. Destruir a su país,
destruir la democracia, destruir a Europa y sembrar el caos.
Pocos son
los motivos por los cuales se les ha juzgado. El mal espiritual,
incuantificable, es ingente. A un obrero de Aragón que ha desarrollado
su trabajo con dignidad acreditada, a un abogado de Cantabria o a un
médico de Canarias, se les ha acusado de ser carceleros de presos
políticos. A la democracia española, acreditada en todo el mundo, se la
ha acusado de ser una gigantesca cárcel. ¿Quién paga por todas estas
mentiras que al dañar a nuestro prestigio en el mundo, dañan también a
nuestra economía? Esta propaganda ¿acaso no se puede calificar de
violencia?
De la contemplación sosegada del juicio, un gran mérito para quien haya
estado dispuesto, cualquier persona de cualquier parte de nuestro país
deduce, sin gran agudeza de ingenio, que estos mediocres personajes que
han venido sentándose en los aterciopelados banquillos son absolutamente
culpables en el grado que finalmente el Tribunal Supremo, ejemplo de la
división de poderes, juzgue oportuno.
Culpables contra la memoria de
los ilustrados, liberales y republicanos de nuestra historia. Culpables
contra todos los que lucharon o luchamos porque pudieran seguir siendo
libres, pensaran lo que pensaran. Aquí no se les ha juzgado por ser
nacionalistas, racistas, falsos republicanos, xenófobos en Jaguar
animando a los tractoristas a manifestarse -como esa tozuda e inculta
Laura Borràs, oprobio para la universidad-, totalitarios, fanáticos,
sectarios, mentirosos, cobardes (la cobardía de no reconocerlo al menos
que lo hicieron y, por tanto, antiheroicos), asesinos de la libertad o
liberticidas, sino por algo tan sencillo como no cumplir las leyes,
violar la Constitución y ejercer un poder que se atribuyeron
ilegalmente.
Sean condenados o no, sean sediciosos o rebeldes, deberían ser
arrojados, como sucedía en la antigua Grecia, fuera de las murallas de
la polis y que allí se dedicaran a dialogar, el resto de sus días, con
las bestias salvajes, de las que hablaba Torra quizá refiriéndose a él
mismo, sus verdaderos interlocutores.
Zweig, en carta a Freud, en el año
1939, le decía: «Tenemos que permanecer firmes, no tendría sentido
morirse sin haber visto antes el descenso de los criminales a los
infiernos». Ambos murieron antes, pero sus justos deseos se cumplieron
igualmente. Ambos, grandes autores, a diferencia de aquellos y estos
delincuentes liberticidas, eran antifanáticos en el mejor sentido de la
calificación que, varios siglos atrás, había enunciado igualmente
Erasmo: amor a la verdad, a la justicia, espíritu democrático,
ecuanimidad, moderación, templanza, y siempre disponer de más dudas que
certezas.
Los fanáticos y sectarios, como los aquí juzgados, solo tienen
sus certezas inventadas para engañarse de una existencia mediocre e
indigna. Fanatismo y sectarismo desvergonzado, como ellos mismos han
manifestado en sus últimas declaraciones secundadas por unos abogados al
límite, ellos mismos, de la Justicia. ¿Cómo se puede permitir que unos
letrados quieran superponer la política a las leyes?
A veces se han
semejado más a cómplices que intérpretes de las normas que ellos también
representan. Cómplices de los asesinos de palomas, como diría Lorca, él
sí mártir por la causa justa de la República a la que los nacionalistas
catalanes vilmente traicionaron y combatieron, siendo indirectamente
cómplices de Franco y el fascismo.
Esta larga obra de teatro, muy triste, a la que he asistido incrédulo
durante tantos días, ¿ha sido un drama o una tragedia? María Zambrano
escribió, en el año 1937, un incipiente libro (luego revisado y
ampliado) titulado Los intelectuales en el drama de España.
¿Porqué dijo drama y no tragedia? La palabra tragedia aparece
frecuentemente en las páginas de sus libros y Antígona era, para nuestra
filósofa, el gran arquetipo de nuestra Guerra Civil.
Drama o tragedia
pero no melodrama donde se exageran los aspectos sentimentales y
patéticos que conducen a emociones lacrimosas. Quizás al maestro de
nuestra pensadora, Ortega, le hubiera satisfecho. Pero para María
Zambrano el drama aún daba esperanza a un futuro menos ingrato, pues la
tragedia conducía directamente a los acantilados.
En el drama, las
acciones y situaciones tensas, y las pasiones conflictivas, tienen un
final incierto; mientras que en la tragedia el desenlace suele ser
siempre funesto y definitivo al enfrentarse la libertad y la necesidad.
A
veces he tenido la sensación de que también este juicio se deslizaba
por la representación de un auto sacramental, el misterio de la
eucaristía. La eucaristía del nacionalismo que quiso ser, pero
finalmente no pudo ser, según sus promotores y abogados. Los abogados
que podrían resumir sus poco afortunadas intervenciones despenalizadoras
en aquel verso de Yeats: I sing what was lost and dread what was won, es decir, «canto lo que se perdió y temo lo ganado». La cárcel, en este caso.
La proclamación pública y solemne de las culpas de los acusados
siempre nos retrotrae a un acto de fe. Supongo que esa será la sensación
que viva Oriol Junqueras, el más místico, cínico y el mayor farsante de
todos los presentes, que cuando era alumno del Liceo Italiano en
Barcelona representó la obra de Robert GravesYo Claudio.
Él
sabe mejor que nadie que deben ser castigados, que la democracia debe
castigarlos. Él también, en un juicio divino, lo sería y mucho. En el
colegio dominico en el que yo estudié, el sacramento de la confesión (la
suya, en este caso) servía para el perdón de los pecados. Y ese perdón
no era fruto de nuestros esfuerzos (los suyos ahora, dado que yo soy
agnóstico), sino que era un regalo, un don del Espíritu Santo.
La confesión, es decir, este juicio, a Oriol Junqueras, pero también
al resto de sus compañeros, los debería llevar hacia el examen de
conciencia, la contrición (el arrepentimiento, no de ser nacionalista,
que también podría ser) pero sobre todo de erigirse como el verdadero
cabecilla de la conspiración fracasada, según subrayó el fiscal Zaragoza
quien, junto con el juez Marchena, deberían ser nombrados Defensores de
la Democracia.
Y, por supuesto, el propósito de enmienda, es decir, no
volver a realizar estos pecados capitales. Porque son pecados capitales y
en absoluto veniales. E, igualmente, llevar a cabo la penitencia.
Cumplido todo esto se alcanzaba el perdón. Pero Oriol Junqueras y todos
los demás cómplices no cumplirán la contrición y, menos aún, el
propósito de enmienda, por lo que el confesor carcelario jamás les
perdonaría y absolvería. Igualmente, lo debe llevar a cabo nuestra
democracia atacada y vilipendiada.
Tengan la culpa que tengan no se les
puede perdonar por el grave daño que nos han hecho al resto de los
españoles y por el riesgo, confirmado chulescamente por ellos ante el
tribunal que los ha juzgado, de que volverían a hacer lo mismo una vez
salgan a la calle ahora o más adelante. La democracia española no debe
temer algaradas como tampoco temió a las de ETA.
La democracia española
tiene que cumplir y hacer cumplir la ley. La democracia española tiene
que defender, por encima de todo, la libertad de sus representados. Sí,
por supuesto, siempre hablar y dialogar, pero ya no con estos
interlocutores. Han quedado incapacitados. Fuera totalmente del juego.
Fuera de la ley.
La Segunda República Española, de la que esta democracia es heredera,
fue débil, muy débil, extremadamente débil, y sucumbió a manos de estos
mismos nacionalistas de ahora y de los extremismos de derechas e
izquierdas, hoy rebautizados como populismos. Franco hizo el resto del
trabajo sucio. Las democracias europeas del período de entreguerras
fueron débiles, muy débiles, y también traicionaron a nuestra República.
Lo pagaron muy caro. No hace falta volver a equivocarse.
La democracia
no debe temer hacer cumplir la ley, sino todo lo contrario. La
democracia no debe amedrentarse, ni tampoco envalentonarse. Simplemente
debe cumplir escrupulosamente con la ley. Y sí, luego hablar con otros
interlocutores de manos limpias. Los de ahora ya no sirven; han ido a
parar al basurero de la historia."
(César Antonio Molina es escritor, ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. El Mundo, 14/06/19)
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