"Dos preguntas de situación:
1. ¿Cuántas toneladas de tinta, cuántas horas de radio y televisión,
cuántos tuits ha consumido el Procés? Si ese gasto no es proporcional
–como fácilmente se convendrá vistos los problemas que aquejan al
planeta– a la enjundia del contencioso, habrá que indagar el porqué de
tal derroche de atención.(...)
2. ¿Cómo responder en cinco líneas a un corresponsal extranjero que
quiere explicar a una audiencia desprevenida cómo hemos llegado hasta
aquí?
No se puede atender cabalmente al aspecto subliminal del Procés que
late en esas preguntas sin echar mano de dos disciplinas: una antigua,
la sociología del conocimiento y otra reciente y que es en cierto
sentido el reverso de la epistemología, la agnotología. (...)
Los estudiosos de la retórica política han acuñado la etiqueta
‘ideógrafo’ para designar a un término del lenguaje ordinario, de un
alto grado de abstracción, culturalmente dependiente (el significado del
término es establecido por los protagonistas), identificado con un
compromiso colectivo y portador de una función normativa (sirve de guía y
justificación de comportamientos que de otra manera parecerían
inaceptables o irracionales).
Los ideógrafos son etiquetas, lemas o
eslóganes capaces de condensar la ideología de un discurso político, de
un relato. Hay un candidato aventajado para esta tarea: ‘catalanofobia’
(la inquina española), en la versión popular más o menos explícita. Digo
en la versión popular porque conoce una culta, la que sirvió de lema
para la crema de la intelectualidad catalanista en el simposio inaugural
de los fastos del Tricentenario: “Espanya contra Catalunya” (revalidado
en una monografía con el mismo título de Jaume Sobrequés, su promotor).
Este sintético trigrama expresa en su contundencia la cosmovisión
subyacente, una sensibilidad que fue anticipada en el editorial conjunto
titulado, anticipando la ilusión mayoritaria, “La dignidad de
Catalunya”, y publicado el 29 de noviembre de 2009 en varios medios de
la prensa catalana.
El ideógrafo como núcleo del relato cumple dos funciones. Es, por un
lado, un marco cognitivo, es decir, una llave de paso que decide qué
tipo de información es procesada (la que es congruente) y cuál rechazada
(la disonante).
La prisión de los ‘Jordi’ –y su enmarcado como ‘presos
políticos’– y la (injustificada) actuación de la policía el 1-O es
congruente y reforzadora, de ahí su centralidad; pero el desalojo de la
Plaza de Cataluña en mayo de 2011 contra los ‘indignados’ u otras
acciones violentas de los Mossos, no lo son; por eso no pasan el filtro
cognitivo del relato matriz.
La dimensión prescriptiva de los marcos
hace que puedan transformarse en profecías autocumplidas. En segundo
lugar, el ideógrafo funciona como un mito en cuanto que proporciona, de
una manera tosca, una visión del mundo. En este sentido el ideógrafo
podría calificarse como un producto del populismo epistemológico.
El
mito es ingeniería: crea realidad; la función performativa del lenguaje
opera aquí con toda su plenitud. Y ello es visible en la propia
trayectoria de los personajes, que parece seguir la voz de una fuerza superior.
El mito incorpora una peculiar cualidad epistemológica: es apodíctico e
incontestable, no necesita pruebas y hasta las pruebas contrarias son
metabolizadas en su favor.
Esto es particularmente destacado en los
mitos de urdimbre victimista como los de destino robado: son de ganar o
ganar. Como la hipocondría: cuando se les da la razón se reafirman y
cuando se les quita se ven confirmados en su victimismo, es decir, en
sus razones. (...)
La eficacia social del ideógrafo no tiene que ver con ninguno de los
fantasmas de las teorías conspiratorias sino que se explica por procesos
sociales normales. En particular por dos mecanismos complementarios:
uno cuantitativo, la ilusión de mayoría; y otro cualitativo, la ilusión
de excelencia.
Mayoría aparente y contagio
La ilusión de mayoría –que ilustra el tropo de la sinécdoque–
consiste en que una parte reducida de la sociedad impone su hegemonía,
en términos más precisos, en que ‘un’ nosotros parcial
(independentistas) se convierte en ‘el’ nosotros comunitario
(catalanes). Recordemos el título del editorial conjunto de 2009: “La
dignidad de Cataluña”.
Un detalle reciente viene a avalar esta visión
del nosotros, el tuit de Joan Tardà a Ada Colau tras romper con el PSC
en Barcelona: “¡@Ada Colau por favor, hagamos una campaña sin ofendernos
entre nosotros!”.
Se ve que la decisión de Colau ha sido decisiva para
ser considerada parte titular del ‘nosotros’ restringido. No es solo mi
percepción, uno de los creadores de opinión afines, Francesc-Marc Álvaro, lo corrobora:
“En este ‘nosotros’ está la clave del escenario más probable después
del 21-D. Un ‘nosotros’ sin reproches ni obstáculos en Barcelona”.
El
título es expresivo: Colau era la pieza pendiente para completar el lote
del posesivo de los titulares. La apropiación de la representación está
aún más clara en el lema delante de la prisión instalada en la Plaza
Mayor de Vic el 18 de noviembre para pedir la liberación de los presos:
“Un pueblo encarcelado”2.
La ilusión de mayoría tiene dos componentes. Uno es de naturaleza
discursivo-comunicacional y consiste en instalar la tesis (falsa) de que
un relato determinado goza del aval del consenso social. Para ello es
fundamental la función de la infraestructura de resonancia.
Como han
señalado Jack Snyder y Karen Ballentine3, el
nacionalismo crea mercados de ideas imperfectos, en este caso con una
posición de preeminencia del denominado “espacio catalán de
comunicación”, una demarcación que encierra, entre otras cosas, una
confusión de enorme calado entre catalanista (nacionalista), social y
público.
Mejor ilustrar esta ilusión de las mayorías aparentes con una
voz ajena, la de Íñigo Domínguez:
“Toda Cataluña sería una […]. La idea es siempre la misma: el deseo de
independencia es abrumador, total, y no lo que es en realidad, no
mayoritario, según las últimas elecciones. En ese sentido las posturas
contrarias son residuales”. (...)
Es, en efecto, una música constante que transcribo evitando las
comillas: la del clamor de la calle, la del mandato democrático, la de
la fuerza de la gente, la de la transversalidad y el apoyo unánime, la
de la duplicación de la longitud de La Castellana en las Diadas
procesistas (Enric Juliana), la del encomio de los ceros en la tasación
de manifestantes...
Es, en resumen, el mecanismo de la legitimación
plebiscitaria. En esta misma clave hay que entender titulares como “Los estibadores de Barcelona acuerdan no dar servicio a los cruceros de la Policía Nacional”, la carta de 188 académicos, políticos e intelectuales
denunciando que “el Gobierno español ha violado libertades y derechos”,
la declaración de organizaciones pacifistas de Warhda, la convocatoria
de la huelga patriótica, la peregrinación de 187 alcaldes a Bruselas,
los tractores en el Arco de Triunfo, las menciones a apoyos por parte de
figuras como Angela Davis, Julian Assange, Noam Chomsky, Yoko Ono,
Silvio Rodríguez o Rigoberta Menchú. Funcionan como amplificadores y dan
cuenta de la viralidad de aquellos contenidos congruentes. Lo recoge con chispa Josep Maria Cortés:
“El todo vale es la palanca del soberanismo.
Valen incluso las alianzas
putrefactas con la Lega Norte de Maroni y Umberto Bossi, culmen de la xenofobia,
y sirven también las ayudas de Theo Francken (partidario de conceder
refugia a Puigdemont), el ministro flamenco, miembro del N-VA, un
partido extremista que rechaza a refugiados e inmigrantes. Si, ya sé, el
N-VA es el partido más votado de Bélgica, como las manifestaciones de
Mas y Puigdemont son las más numerosas.
Pero ser más, no es más. Así lo
aceptan quienes quieren entender ‘el populismo, la demagogia y el
desprecio que los hombres del poder sienten por las masas a las que
manipulan’, escribió el gran Elias Canetti en Masa y poder”.
El autoconvencimiento de los afectados es tal que se desmiente a las
matemáticas. Cuando una corresponsal extranjera le señala a Puigdemont
que “los independentistas no han obtenido más que el 48% de los votos en
las últimas elecciones. Eso no es una mayoría absoluta”, esta es la
respuesta del entrevistado: “Es falso” 4.
La ilusión de la mayoría encuentra un cierto aval en un proceso de
naturaleza social que tiene que ver con la influencia y explica que
cierta ubicación de actores de prestigio en posiciones estratégicas de
una red social puede producir un efecto de mímesis o contagio y atraer a
sectores sociales hacia los postulados defendidos por la minoría activa
que representan.
Es el otro componente. Kristina Lerman, Xiaoran Yan
Xin-Zeng Wu lo argumentan con detalle en The ‘Majority Illusion’ in Social Networks,
ampliando la tesis de Serge Moscovici según la cual el rumbo de las
sociedades no lo trazan las mayorías sino minorías activas, grupos que
saben conjuntarse y utilizar la influencia para imponer sus posiciones (Psychologie des minorités actives,
1976). Este enfoque de nodos activos permite explicar fenómenos de
radicalización incremental o efecto dominó como los vividos en el apogeo
del nazismo o en los Balcanes en los 90.
Lo dejó magistralmente
reflejado Ionesco en una fábula con referente inequívoco, Rinoceronte:
“son setenta, serán cien, doscientos, mil; invaden los periódicos, las
revistas. Dan clases en la facultad, conferencias; escriben libros,
hablan, hablan, sus voces lo ocupan todo”.
Desde luego el Procés cuenta
con un factor determinante para ese efecto: la terna de tenores Piqué,
Llach y Guardiola. No en vano la explicación más concisa del Procés es
la “doctrina Piqué”, que regurgitaba el sindicalista citado: “Todo
empezó con el Constitucional”.
La repetición (efecto Goebbels) por los amplificadores de opinión de los
contenidos consonantes con el marco cognitivo y el carisma de figuras
mediáticas que estudia la teoría de los nodos activos da cuenta de cómo
posiciones minoritarias crecen o son sobrerrepresentadas: el efecto
arrastre o seducción.
La casualidad de un topónimo permite aunar en una gavilla anecdótica
estos procesos complementarios: Santpedor, un pueblo medieval. Allí
nació el Timbaler (tamborilero) del Bruc, un joven que, según la
leyenda, con el sonido de su tambor, amplificado por las pantallas de
las montañas circundantes, habría hecho huir a Napoleón convencido de
que un ejército descomunal le esperaba.
El primer componente de la
ilusión de mayoría podría muy bien denominarse efecto Timbaler del Bruc.
¿Y el segundo? Santpedor es también la cuna de Josep Guardiola,
“emblema de la identidad catalana y portavoz de la causa
independentista”, en palabras de Madjid Zerrouki. Su casa natal forma parte del itinerario turístico del pueblo, hoy gobernado por ERC: “No se trata de ninguna joya arquitectónica, pero el tirón de Pep Guardiola la hace cotizar al alza”.
Esta quasi-divinidad, se ha convertido –sigue la misma fuente francesa–
“en un icono independentista, una causa a la que presta su imagen y su
voz”. Reúne, pues, condiciones inmejorables para actuar como nodo
activo. Desde esa posición replica el mantra del ideógrafo de la
catalanofobia hispánica.
Así, en un mitin en Barcelona el 11 de junio
pasado sentenció: “Somos víctimas de un estado que ha emprendido una
persecución política indigna de una democracia en la Europa del siglo
XXI”. Sus palabras resonaron a lo ancho y a lo largo como los sones del
tambor del Bruc. Como los eslóganes de Lluís Llach, cada vez menos
musicales.
Puesto que la atención y la influencia en contenciosos identitarios
son de suma cero, la contrapartida de esta sobrerrepresentación de la
minoría es la espiral del silencio que afecta al resto de la población.
No es visible, luego no existe.
La extrañeza ante las dos
manifestaciones de octubre es un ejemplo de la influencia persistente de
esta espiral. Pero la espiral del silencio no solo es fruto de una
pasividad inercial, puede serlo también de estrategias activas de
silenciamiento, prácticas que forman parte de la categoría general de
contramovilización, un concepto que designa la acción orientada a
acallar la voz de los discordantes y que no rima desde luego con los
colores del oasis democrático.
En consecuencia, no ha habido tenores ni
otros influencerati que rivalicen en decibelios con los tenores
del independentismo. Se ha impuesto la idea de que el relato
catalanista es un relato no solo abrumadoramente aceptado sino bueno y
conveniente; lo último tiene que ver con el punto siguiente.
Ilusión de excelencia
La atribución cuantitativa se completa con otra cualitativa. El
sujeto autoproclamado titular de la minoría monopoliza el campo
semántico de los valores positivos. Puesto que se trata de un
contencioso diferencial el resultado es una asimetría polar en la
distribución de capital simbólico: a la excelsa Cataluña nórdica –la
“radicalidad democrática”, en versión independentista adoptada por Ada
Colau– se contrapone una España mesetaria y casposa, un “bloque
monárquico”, la última invención léxica, propenso a producir cosechas
interminables de fachas, presentes y pretéritos, de Serrat o Coixet a
Machado. Gandhi frente a Torquemada.
La etnicidad catalanista se erige
en identidad de prestigio, de ahí su poder de seducción y su
distribución desigual en la pirámide social con una concentración en la
cúpula, como ilustra palmariamente la presencia diferencial de los
apellidos. La iniciativa secesionista aparece así calzada con los
menores atributos: democrática, cívica, pacífica, dialogante,
europeísta, desde abajo. (‘Plebeyo’ es un adjetivo que ni siquiera se
oye desde las alpargatas de diseño de la CUP)5.
Love democracy
o la revolución de las sonrisas son locuciones que ilustran esta
narrativa. Las impecables condiciones de la sociedad civil representada
por ANC y Òmnium Cultural son del lote. Por eso cualquier reacción del
gobierno central a los atropellos a la ley cometidos bajo tal vestuario
no puede ser otra cosa que venganza, fascismo o las dos cosas.
En este sentido hay una continuidad entre el Procés y los años de
lluvia fina de la uniformización/normalización pujolista. Años de
sementera, que harían más tarde las veces de levadura. La
autoatribución tiene entonces su mito fundacional en el balcón histórico
de la Plaza de Sant Jaume: “De ética, moral y juego limpio hablaremos
nosotros”.
Allí se acuñaron una serie de tópicos que se asumieron como
datos pese a su falta de sustento empírico: me refiero en particular a
lo que tiene que ver con la lengua. De Mercè Vilarrubias recojo algunos6:
existe un amplísimo consenso acerca del sistema de inmersión, la
educación en lengua materna no es importante ni necesaria, el sistema de
inmersión garantiza la cohesión social, presentar alternativas al
sistema de inmersión implica ser facha y anticatalán.
La idea del modelo
escolar como puntal de la cohesión social y la igualdad de
oportunidades es otro de estos tópicos, tanto que el diputado del PDeCAT
Jordi Xuclà exigió recientemente al gobierno que no se “toque” ese
“tesoro”; un remake de la condición de Pujol a Aznar para el pacto del
Majestic.
En este mismo registro la falsa idea de que el catalán es la
lengua más hablada en Cataluña. Mariano Fernández Enguita pone orden
en estos tópicos. Lo propio ocurre con los medios públicos, un factor
decisivo en la nacionalización sutil (lluvia fina) sin el cual no
hubiera sido posible la eclosión tardía del Procés.
Lo escuchamos a alguien de dentro, Saül Gordillo, de Catalunya Ràdio
y exsocio de Carles Puigdemont, anunciando, en previsión de la
aplicación del artículo 155, que no sería fácil modificar la forma de
hacer de los medios catalanes: “Eso no depende de la cúpula, no es fácil
cambiar en dos días una organización que funciona como lo hace desde
1983”.
La estrategia de acumulación de capital simbólico (supremacismo,
elección étnica) que conlleva la ilusión de excelencia no es mero
narcisismo: se constituye en una instancia proveedora de derechos.
A un
pueblo (un término más apropiado que sociedad en la acepción étnica o
tribal) portador de tales avales, ¿cómo se le va a disputar el “derecho a
decidir su futuro”? El “derecho a decidir” –apenas un eufemismo del
derecho a levantar una frontera– es la clave de bóveda de la neolengua
del Procés y aparece estrechamente asociado con la percepción de
superioridad: nos corresponde porque somos mejores.
Pero ni tal supuesto
derecho –un endemismo jurídico vasco-catalán–, tiene aval en la
normativa internacional, ni la mera adición de cifras es fundamento
sólido de derechos. Michel-Louis Rouquette denominó paralogismo del
número a la creencia de que muchas voluntades reunidas no pueden estar
equivocadas. Pero, claro que pueden estar equivocadas, además, como recuerda Félix Ovejero, “la voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos”.
Adicionalmente, la diferencia ontológica que indica el supremacismo
tiene connotaciones mesiánicas que encontramos en algunas proclamaciones
desde sectores supuestamente no identitarios, así en la tesis de que la
independencia de Cataluña será beneficiosa también para España; de otro
modo, que el Procés será el medio taumatúrgico para redimir a esa
España de pandereta de su secular mugre.
La inflación de autoestima
colectiva y el consiguiente sentimiento de omnipotencia conducen
inexorablemente a una pérdida de sentido de la realidad. Recordemos las
amenazas de Agustí Alcoberro, vicepresidente de la ANC, a la estabilidad
del euro y al Ibex 357.
La ilusión mayoritaria en su doble vertiente tiene dos cometidos, la
instalación por vía performativa del ideógrafo como definición canónica
de la realidad y la ocultación de los mecanismos, de la ingeniería
responsable de implantar socialmente el relato. Esto último se lleva a
cabo mediante la fabricación incesante de medias verdades y mentiras
enteras que juegan el papel de distractor o trampantojo: miles de
páginas de las mencionadas arriba están dirigidas a achicar el alud de
cuentos, mitos y falsedades cotidianamente vertidos sobre la esfera
pública. Aunque vayan a menudo precedidos, por la expresión “es
evidente”.
Oriol Junqueras es un adicto a ella pero también el
expresident8: “Es evidente que estamos amparados por
el derecho internacional”. La evidencia barre todo el espectro del arco
semántico, desde el polo del delirio mesiánico hasta el de la posverdad
grosera.
Achicar patrañas: ni Hércules
Coinciden plumas como las Orwell, Primo Levi Victor Klemperer o
George Steiner en la creencia de que los males de la humanidad empiezan
por la corrupción del lenguaje. La conquista del poder no consiste hoy
en el asalto de la Bastilla sino en formatear la manera en que se habla y
se piensa, resume Laura Kipnis.
La lista de las falsedades producidas en el asunto que nos ocupa es inabarcable. Xavier Vidal-Foch y José Ignacio Torreblanca recogen algunas.
El expolio de 16.000 millones de euros anuales por parte del Estado
español, es una de las más sólidas; a su vez resulta deudora de una
variante del ideógrafo principal, “España nos roba”.
Que el inventor del
eslogan lo haya desacreditado y que Josep Borrell sacara los colores a
Junqueras en un debate memorable sobre el asunto, no tiene fuerza para
perforar el blindaje cognitivo del ideógrafo.
Seguramente esta producción de escorias epistemológicas (de
falsedades, sofismas, tergiversaciones, fábulas, invenciones o
infundios, todo el arsenal de confusión masiva que utiliza la
agnotología, pero también de piruetas dialécticas, contorsionismos y
prestidigitaciones semánticas, como la pregunta del 9-N o el increíble
empate en una votación de la CUP a 1.515) nos acerca a la clave de
bóveda materialista del Procés: la nómina de quienes han hecho del
Procés, en sus diferentes estructuras y muy particularmente esta de
producción de posverdades y hechos alternativos, un medio, incluso un
buen medio, de vida. Especialmente en el escenario de recortes y
precariedad que ha dejado el tsunami neoliberal.
Este es el secreto de la longevidad del suflé, en vez del esencialismo que a menudo se aduce. Lo reconoce Jesús Maestro, exdirigente de ERC:
“perque hi ha gent que en viu del procés i perquè no poden o no volen
veure la realitat de com és el país”.
Así que no pueden o no quieren; es
el teorema que formuló hace un siglo Upton Sinclair: “Es difícil que
una persona entienda algo si su salario depende de no entenderlo”. O de
no verlo. Hay dos razones, no específicas de este caso, para la
resiliencia del Procés. Una es la mística de los verdaderos creyentes y
remite a la dimensión mítica y mística señalada al principio.
No
obstante, la razón principal para que no baje el suflé es utilitarista y
reside en la nutrida plantilla de fogoneros que viven literalmente de
él. El decurso de los acontecimientos hubiera sido otro sin las
numerosas y jugosas recompensas distribuidas por el enjambre de
organismos políticos, parapolíticos (Diplocat) y sociales, de
empresarios concertados como Oriol Soler, Xavier Vendrell o Jaume
Roures, que han prosperado al rescoldo del Procés. Las denominadas estructuras de estado han resultado imaginarias como tales pero verdaderas como agencias de colocación.
Esta oleada de reclutamiento reciente se ha integrado con toda
naturalidad en la tupida red clientelar que había creado el pujolismo.
Habría ejemplos innumerables, apuntados con ironía en Clave K
de Margarita Rivière, pero quiero traer una anécdota, si se puede llamar
así, recién salida de un armario repleto de ellas, porque desvela el
circuito que construye el clamor, la ilusión mayoritaria.
El primer
episodio de relieve en que se invocó la tesis del clamor fue en el caso
Banca Catalana. Entrevistado en La Sexta por Cristina Pardo
(28/11/2017), Ricard Murga, situado en ese istmo superpoblado entre la
política y los negocios, entre CDC y Adigsa, cuenta que cobró un millón
de pesetas, entre otras dádivas, por acudir a aplaudir a Pujol en la
manifestación convocada al efecto.
“Hacer país”, era formatear las
escuelas y crear estos aparentes clamores, bien engrasados como se ve.
(Esto forma parte de lo que improbablemente conocerán buena parte de los
enviados especiales para dar cuenta de los acontecimientos recientes, y
de lo que más improbablemente aún hablarán Piqué, Guardiola y Llach).
En este lote entra también una parte de los medios; como ha señalado el
que fuera vocal del CGPJ Alfons López Tena, “la prensa catalana no
investiga la corrupción porque cobra de Ayuntamientos, Generalitat y
empresas”9.
Finalmente, los propios protagonistas han acabado reconociendo el
trampantojo; de Carme Forcadell a Josep Lluis Salvadó (“Cualquiera con
dos dedos sabe que no se puede declarar la independencia”), pasando por
alguien tan significado como apuntalador del ideógrafo desde la
parafernalia del Tricentenario como Toni Soler (“la estrategia
soberanista era un farol”) y el propio portavoz de ERC, Sergi Sabrià
(“no estábamos suficientemente preparados para darle continuidad
política”).
Y estos días no cesan las declaraciones mostrando la
duplicidad. El componente teatral es una constante. No sería por ello de
extrañar una aparición efectista del expresidente prófugo en vísperas
electorales, con la coreografía martirial del victimismo como palma y
laurel.
Sin embargo, acaso lo más llamativo de todo es la complicidad
recibida desde fuera para mantener este relato. Indagar en el cóctel de
nacionalismos que han fraguado en el Procés es una tarea pendiente. Me
contento con citar a dos, el transferido de figuras como Jon Lee
Anderson de The New Yorker que ha contado Antonio
Muñoz Molina, o el invertido de personas como Pablo Iglesias que no
encuentra motivos para acudir a la celebración de la fiesta nacional
española pero se coloca a la cabeza de la manifestación en la Diada.
El
empeño de este nacionalismo invertido de la nueva izquierda para
desacreditar la democracia española y el Estado de todos, de consumo con
el nacionalismo de los ricos, es ciertamente digno de estudio.
Vuelvo al principio: la pregunta de por cómo hemos llegado hasta aquí
es de cuño aristotélico; a partir de la presunción de la
proporcionalidad entre efecto y causa se sospecha un factor de gran
calibre capaz de haber producido tal impacto. Por eso solo se ajustan al
patrón respuestas expeditivas como las tres palabras mágicas del
simposio o las cinco del dogma Piqué.
Pero ni el triunfo del Brexit o de
Trump ni el nazismo se explican por una causa única sino por la
acumulación progresiva de causas pequeñas a menudo invisibles. Lo dejó
dicho Lichtenberg en su obra Aforismos: “En el mundo, las cosas
más grandes se llevan a cabo gracias al concurso de otras a las que no
prestamos atención, pequeñas causas que pasamos por alto y que al final
acaban acumulándose”.
Por eso quien no sabía nada de la deriva etnoidentitaria del
catalanismo no tenía más expediente para explicar las imágenes de la
injustificada acción policial el 1-O que la tópica caricatura del
franquismo, bien consonante con el ideógrafo de la catalanofobia y
difundida desde hace tiempo por el independentismo. (La protesta
estudiantil del 25 de octubre se convocó bajo el lema “Contra la
represión franquista”).
Por eso el proceso es inexplicable. No es
esperable que alguien esté dispuesto a tragar páginas y páginas hasta
desvelar la tramoya, la escoria, ni la cocina que la produce.
Así que la
opción por defecto es al atajo cognitivo. Lo resume Antonio Muñoz Molina:
“Pocas cosas pueden dar más felicidad a un corresponsal extranjero en
España que la oportunidad de confirmar con casi cualquier pretexto
nuestro exotismo y nuestra barbarie. Hasta el reputado Jon Lee Anderson,
que vive o ha vivido entre nosotros, miente a conciencia”.
“La mentira nunca es inocente”, escribió Camus en Calígula.
La tarea de descontaminación de la escombrera postfactual exigiría al
Hércules que desvió el curso de dos ríos para limpiar las cuadras de
Augias. Pero no hay tales remedios mágicos en política. Solo la
acumulación los vuelve parcialmente obsoletos: miramos los periódicos de
dos semanas y parece que ocurrió hace mucho tiempo.
Pensemos por
ejemplo en el montaje, valga la ambivalencia, del vídeo Help Catalonia de Òmnium Cultural; o de la declaración del presidente de la organización hermana
definiendo el 1-O como “una jornada de violencia como no se había visto
desde la Segunda Guerra Mundial” (repárese en el papel de la ilusión de
excelencia: la más… porque se refiere a nosotros), o el anuncio solemne
hace un mes por Junts pel Sí y la CUP de que boicotearían unas
elecciones convocadas por el Gobierno central. También los encargados de
alimentar el alud de posverdades aseguran, como los fogoneros citados,
la persistencia del Procés.
A veces es difícil diferenciar entre ellos.
Antes he mencionado a Oriol Soler, considerado como un personaje clave
en el sanedrín de Puigdemont. Sabemos que su productora, Batabat, fue la
encargada de realizar el vídeo de propaganda de Òmnium Cultural, recién
citado.
Pero hay más. Se ha aludido a Julian Assange como nodo amplificador;
pues bien, Soler se entrevistó en Londres durante cuatro horas con
Assange10, autor en las últimas semanas de miles de
mensajes de apoyo al movimiento independentista. Soler también se
entrevistó con el exconsejero de Sanidad Toni Comín para la cesión de
los centros de salud para las votaciones del 1-O.
Y en este apartado de
cocina y fontanería vale la pena sumar otro ejemplo. He mencionado antes
la carta de los 188 intelectuales promovida desde Bruselas. La
trazabilidad de ese documento publicado a primeros de noviembre deja
pocas dudas. Entre los firmantes había varios eurodiputados, entre ellos
los tres de Junts pel Sí. Los mismos que habían denunciado las amenazas
a los alcaldes y dado su apoyo al referéndum11. La referencia al referéndum no es gratuita.
El exconsejero de cultura Joan Manel Tresserras (ERC) comenta a un próximo a Oriol Junqueras con responsabilidad en la organización cómo se deben procesar los datos de participación:
“Si podemos decir que han participado tres millones, sería imparable,
pero si van dos millones se tiene que sofisticar más y decir que habrían
sido tres pero lo han impedido, nos han boicoteado. El domingo por la
noche se tiene que afinar bastante”.
Tresserras de tamborilero
amplificador; sofisticación y afinamiento para nutrir la espesa
tectónica postfactual. Entre tanto escombro, el número real de
participantes en el sedicente referéndum es un misterio tan insondable
como el origen de los dineros aparaisados de Pujol.
Por no hablar de
esas noticias falsas, pero muy difundidas, como que la policía había
roto uno a uno los dedos a una mujer el 1-O (lo que fue desmentido por
la protagonista: tenía una mera inflamación de cartílagos); lo que lleva
a Guillem Martínez a recomendar una medida de cautela: “Y,
después de cinco años de nada, tengo claro también que cada acusación
procesista, cada construcción procesista, cada obra procesista, debe de
ir acompañada de papelito. O no es nada. O es otra región de propaganda
después de otra”. (...)
Podemos resumir este punto con unas palabras de Jordi Canal,
profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de
París: “Es un proceso construido a partir de mentiras y de exclusiones,
dirigido por hombres y mujeres mediocres, que se acaba hundiendo tras el
anunciado choque de trenes.
Detrás de los discursos y las proclamas no
había nada de solidez. Ha sido una gran estafa”. Probablemente el rastro
más abrumador del Procés será la ubicuidad y la cantidad de bazofia
epistemológica que ha producido. Tampoco es una particularidad catalana:
todas las derivas völkish llevan incorporada esta virtualidad.
Pero el periodista forastero que pide una respuesta rápida difícilmente
se hará cargo de tales intríngulis y en consecuencia tenderá a adoptar
como sucedáneo de explicación alguna variante del ideógrafo de la
catalanofobia cocinada en la factoría cognitiva del independentismo.
Hay otro elemento del trampantojo que no se puede olvidar: el coste
de oportunidad. Todos los demás problemas han desaparecido; los
beneficiarios de las políticas neoliberales tienen razones para estar
agradecidos. (...)" (Martín Alonso Zarza es politólogo y autor de El catalanismo, del éxito al éxtasis, CTXT, 13/12/17)
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