"Uno de los tabúes de la España actual es hablar o escribir contra la descentralización. De hecho, el término “centralismo” ha engrosado la lista de agravios
que los políticos utilizan en sus discursos.
En una interpretación
absurda de la ley del progreso, el proceso descentralizador se ha
convertido en un imperativo. Tal idea está incrustada en la clase
política española desde 1977, especialmente determinada por el mal
diseño del Estado de las Autonomías y una ley electoral que prima a los
nacionalistas.
Estos dos elementos, lejos de construir una descentralización de corte federal,
han fortalecido a oligarquías locales que han usado las instituciones
para construir identidades particularistas y fundar su negocio político
en crear “tensión territorial” con “Madrid”. (...)
Es decir; que los regionalistas y nacionalistas se han
convertido en defensores de su comunidad frente al resto, y en
intermediarios entre el Estado y su pueblo, inundándolo todo con un discurso tan victimista como orgulloso, reivindicativo y populista.
La descentralización continua se ha convertido en una concesión de privilegios.(...)
La nación como comunidad política tiene doscientos años. En ese tiempo,
la Monarquía quiso convertirse en un Estado-nación, pero faltó el
proyecto, los fondos y la paz. Los gobiernos no pudieron conferir
fuerza, poder y autoridad a una administración que no funcionaba, en un
país en el que las leyes no se cumplían, y donde gobernaba el caciquismo
y el apaño. (...)
El Estado-nacional que construyó Franco, que no Estado-nación, se asentó
en la identificación de lo español con su persona y su proyecto con lo
que el españolismo cayó en desgracia en la Transición. El antifranquismo y el apoyo a los nacionalismos antiespañoles se convirtió en el Zeitgeist,
en el espíritu de aquella época. Poco importaba que esos nacionalistas
fueran los herederos del carlismo clerical, como se está viendo ahora en
Cataluña. (...)
Esta es la verdad de una descentralización convertida en concesión de
privilegios: no genera automáticamente más democracia porque fortalece
el gobierno incontrolado y creciente de las oligarquías locales,
asentado en una red clientelar que deriva muchas veces en la corrupción.
Tampoco crea sentimientos de unidad, sino de disgregación, porque nos
hemos convertido en un conglomerado de ciudades-Estado que ejercen un
gran intervencionismo público, erigidas sobre visiones identitarias
diferenciadoras. (...)" (Jorge Vilches, El Español, 04/12/17)
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