"(...) el tribunal de Estrasburgo de derechos humanos es un peligro para los
derechos humanos. Al menos esa debería ser la conclusión de quienes
sostienen que Otegi estaba en la cárcel por sus opiniones. Porque aquel
tribunal declaró conforme a derecho la sentencia que hace unos días
acaba de cumplir. (...)
Otegi incluso ha precisado: estaba en prisión por vasco, separatista y
socialista. Algo que, además de imposible, dada la incompatibilidad
conceptual entre socialismo e independentismo, es manifiestamente falso,
como lo demuestra el que ahora pasee libremente sus inconsistencias
ideológicas de siempre. Otegi no estaba en la cárcel por sus opiniones,
sino por su comprobada relación con ETA.
Por lo demás, sus opiniones no son fruslerías. Por ejemplo, la de
que, por razones políticas, está justificado asesinar a conciudadanos.
No lo digo yo, sino que se desprende de sus propias palabras.
Sus únicas
razones en contra de matar son prudenciales: “Así no vamos a ninguna
parte”. Dicho de otro modo: si se va, pues adelante. Otegi no ha
abandonado la violencia, sino que le han hecho abandonar la violencia.
Si es “hombre de paz”, el mérito será del Estado.
Pero sí: aunque Otegi no estaba en la cárcel por sus ideas políticas,
en cierto sentido era un preso político. Sus ideas políticas le habían
conducido a acciones que atentaban contra la libertad y la dignidad de
sus conciudadanos. Como Tejero, el racista que apalea a emigrantes o el
fundamentalista que hace estallar una bomba.
O el que para financiar su
partido político extorsiona a empresarios. Incluso Bárcenas podría ser
un preso político.
Quienes defienden a Otegi por su condición de “preso político”
pretenden revestirlo de dignidad. Como si un delito por razones
políticas fuera más noble que aquel que no busca decorarse moralmente. Y
no; obviamente, los motivos no purifican los procedimientos. Después de
todo, algunos matan por amor o por el reino de Dios.
En realidad, en
una sociedad democrática, invocar objetivos políticos para realizar
crímenes debería considerarse un agravante, si estamos de acuerdo en que
la primera exigencia de la política democrática es el respeto a la
dignidad de los otros.
La enrarecida atmósfera moral que hace posible los aplausos al Otegi
preso político se apuntala con otro supuesto que acompaña a la
presunción de la bondad de su causa: no pudo defender sus ideas con
libertad y, por eso, no le quedó otra que alentar el terror. Una mentira
desmentida por la presencia de sus conmilitones en las instituciones y
de él mismo en la calle, con sus indecentes opiniones intactas.
En todo caso, el sostén fundamental de los aplausos es el otro, la
tesis de la justicia de su causa, el relato nacionalista del conflicto,
gestado por los nacionalistas y adquirido sin tasar por nuestra
izquierda.
Una fabulación que, en sus versiones más elaboradas, se
desgrana en dos subapartados: la injusticia económica y la injusticia
cultural. La primera, en el caso vasco, es una broma de mal gusto: por
resumirlo, si se echan todas las cuentas, cada vasco en promedio recibe
de España un subsidio anual de unos 2.000 euros, que se multiplican por
tres si, como debe ser, se tiene en cuenta lo que debería aportar el
País Vasco en virtud de su PIB.
La mayor injusticia redistributiva de
nuestro país y la única que nuestra izquierda nunca ha denunciado.
Sobre la injusticia cultural, pues poco más o menos. Las llamadas
políticas de reconocimiento, como resulta previsible y confirman los
estudios, han resultado,de facto, en políticas de clase: en
instituciones e instancias de poder priman de forma desmesurada la
selección de políticos con apellidos eusquéricos.
La primera derrotada,
también ahora, la igualdad. Y también ahora, una parte de la izquierda, a
otras cosas. O peor: aplaudiendo. (...)
Pocos días antes de la excarcelación de Otegi, el Parlamento vasco
rechazó instar a EiTB a emitir los documentales de Iñaki Arteta sobre
ETA y sus entornos. Los mismos que celebraban la salida de Otegi no
parecían interesados en que conociéramos sus quehaceres. Mala cosa.
El
recuerdo de los años de plomo debería ser tarea de todos, sobre todo de
las televisiones públicas, si realmente queremos salir de este lodazal
moral: recordar una infamia en nombre de la cual se cercenaron las
libertades de todos. Nadie en Alemania reivindica a los nazis; aquí hay
cargos públicos que honran a etarras o a quienes han colaborado con
ellos. Un final de la Transición precisable.
Al violador, cumplida la condena, nadie lo espera para aplaudirle y
él, discretamente, hunde la cabeza entre los hombros, deseando que nadie
se acuerde de sus obras. Algo parecido les debió suceder a los
fascistas que asesinaron a los abogados laboralistas de Atocha.
Nadie en
nuestras instituciones disculpó su crimen y hoy homenajeamos a los
militantes del PCE muertos por nuestras libertades. Pero, a la manera de
Brecht, caben las preguntas: ¿solo ellos murieron por la democracia?
¿Solo a ellos los mataron por razones políticas?" (Félix Ovejero, El País, 17/03/16)
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