"(...) He entrecomillado “inmigrantes” porque no estoy seguro que debamos
hablar siempre de inmigración (o emigración) cuando hablamos de ella. Si
un ciudadano de Roses se traslada a vivir al sur de Tarragona no
solemos usar estos términos. Si una ciudadana de Fraga se traslada a
Sabadell a buscar trabajo (recorriendo menos distancia que en caso
anterior), los utilizamos en cambio.
No entro en este nudo que no
debería pasar desapercibido. Se han construido falsarias y exageradas
historias respecto a “la generosidad de Cataluña con la inmigración” sin
tener en cuenta los sufrimientos de miles y miles de personas. También
en otros casos por supuesto, no digo ni pienso que sea aquí únicamente.
No me ha dado ningún ataque repentino de catalanofobia.
Pero tampoco era eso lo que quería contar. Es esto:
No es un grito (que sería por o demás algo tardío) de indignación y
protesta (aunque, por supuesto, debería serlo: las razones se agolpan).
Es una descripción parcial que podía ser firmada por centenares de miles
de hijos y nietos (incluso biznietos) de trabajadoras y trabajadores
que se vieron obligados (no lo hicieron “voluntariamente” en la mayoría
de los casos) a dejar sus tierras de origen. Emigraron…
Como todos por
otra parte, como venimos haciendo desde hace miles y miles de años,
desde que nuestros remotos antepasados vivían en otras tierras. Todos
somos descendientes de migrantes. Como emigran actualmente, tampoco lo
hacen por gusto, en absoluto, muchísimos jóvenes catalanes –y no
catalanes- para intentar organizar mejor su vida. El país los condena al
paro, a la inseguridad y a la precariedad, a un futuro sin futuro. El
capitalismo salvaje y maltratador es el único horizonte esgrimido.
Sin duda, en su caso, en el caso de mis padres, como en tantos otros,
no les sería fácil tomar una decisión dura, siempre difícil. El
desarraigo pudo ser, fue, desolador. El hermano de mi padre, muy joven,
con apenas 20 años, había muerto en 1938 en la batalla del Ebro
defendiendo la II República de todos los pueblos de España (de la que
suele hablar con tanto conocimiento de causa el gran científico
franco-barcelonés, Eduard Rodríguez Farré).
El abuelo cenetista de la
que sería su esposa-compañera, mi madre, había sido asesinado en mayo de
1939, acusado de “rebelión militar”. La familia restante quedó a la
intemperie, abrazada a una miseria y a una persecución casi
indescriptibles. Mi hermana y yo, y mis tres primos hermanos, seguimos
siendo nietos de un “delincuente”. Nos sentimos muy honrados por
supuesto.
Pero no quedaba otra. Hambre (no es una metáfora ni
tampoco una exageración), prolongada sequía en aquellos años cuarenta,
ausencia de trabajo, conflictos familiares, desesperación, señalados
perversamente por dedos de vencedores, todo se juntaba (sin olvidar, a
pesar de ello, la solidaridad y ayuda de familiares y amigos).
Un
campesino con alma de campesino hasta su último segundo de vida, hablo
de mi padre, tuvo que emigrar para trabajar en una gran ciudad
industrial, tan lejana de sus costumbres, gustos, deseos y finalidades, y
sin apenas conocer a nadie. A la intemperie, a “ganarse el pan” con el
sudor de su frente y sin formación cualificada alguna. Pero no sin
cultura de vida y de prácticas.
Mis padres se conocieron en su
pueblo, Peralta de Alcofea, una pequeña localidad cercana a los
Monegros, en Huesca. No intimaron. Mi madre, que había enviudado muy
joven, con apenas 22 años, había “servido” ya en casas del pueblo y más
tarde en Zaragoza. “Sirvió” también en casas burguesas barcelonesas de
más allá de la Diagonal, la zona franquista se solía decir.
Mi padre, un
proletario agrícola, como dije, que había trabajado en varias fincas de
grandes propietarios, vino directamente a Barcelona. Trabajó
inicialmente en la construcción. Fue uno de los obreros que construyeron
estaciones de metro en la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta.
Más tarde, trabajó en la RENFE, arreglando vagones, en contacto con el
amianto en muchas ocasiones sin que él mismo lo supiera, sin tener
conciencia del peligro.
Se levantó a las 5 de la mañana durante
más de 30 años, hasta que se jubiló a los 63 años tras un accidente
laboral. Mi madre se levantaba antes, a las 4 de la mañana. A las 4:30
empezaba su doble-triple jornada en una empresa muy cercana a casa que
creo que ahora ya no existe, la IGNIS. Limpiaba despachos, naves y
lavabos hasta las 8 de mañana (yo mismo le acompañé en alguna ocasión).
Luego continuaba en la cadena de montaje, gasta las 2 del mediodía.
Ella
y una compañera, la señora Adoración, colocaban las puertas de las
lavadoras. A pesar de la dureza del trabajo, a pesar de las muchas horas
de curro, fuera de casa y en casa (nos cuidaba a todos con la ayuda de
mi hermana), era feliz por el ambiente de trabajo. Se lo pasaba pipa con
sus amigas, con la señora Esperaza y la señora Pilar. Miquel A., el
hijo de Esperanza, y yo fuimos muy amigos durante muchos años.
Mi padre, Francisco (como Paco Báez, Paco Puche, Paco Fernández Buey o
Francisco Iglesias) llegaba a las tres a casa. Durante algunos años hizo
doble jornada. No quedaba otra. Los ingresos apenas daban para lo más
imprescindible. Durante años cenamos sopas de pan y bacalao (entonces
comida de pobres), noche tras noche.
No lo recuerdo con desagrado, en
absoluto. Tuvimos ducha en casa, un piso de apenas 40 metros cuadrados
en un barrio cercano al Besós que fue deshaciéndose poco a poco, a
finales de los sesenta. Hasta entonces un lavadero hacía sus funciones;
nos ayudábamos con cubos de agua calentada en la cocina.
Mi
hermana empezó a trabajar muy joven, era una niña entonces, a los 12
años. En una empresa de cafeteras, FAEMA era su nombre. Estuvo allí
cinco o seis años. No sufrió ningún accidente porque, en esta ocasión,
la diosa Fortuna le fue favorable. Pero transitó en ocasiones al borde
del desastre… y subida a una silla. No llegaba a manejar bien las piezas
que tenía que manipular.
Yo empecé a trabajar más tarde, antes
de cumplir los 14 años. A los 15 pude entrar en un banco, en Banca
Catalana, SA. Trabajaba de 8 a 15 horas, de lunes a sábado. Por las
tarde estudiaba. Fue entonces cuando aprendí a hablar catalán. Durante
algunos años fue casi el único idioma que hablé. Incluso en casa. Quería
enseñar a mis padres y de paso hacía prácticas.
Como a tantos
otros jóvenes, Burgos, el consejo de Burgos, me politizó. Milité (esta
vez bastante en serio) en partidos de izquierda comunista. Mis padres,
que no estaban del todo informados de lo que hacía y de los riesgos
anexos, sufrían con todo ello. Pero me ayudaban escondiendo papeles y
“vietnamitas” cuando la ocasión lo exigía. Cuando iba a reuniones
“importantes” o a manifestaciones por ejemplo.
Participé, como
otros jóvenes, en algunos onces de septiembre. Se trataba de luchar
contra la dictadura fascista y contra la opresión cultural y lingüística
a la que se veían sometidos los pueblos españoles; el catalán, entre
ellos, por supuesto.
Ver, oír a Raimon, cambió mi vida. Aun recuerdo la
emoción que sentí cuando escuché por primera vez en el Romea su “Com un
puny” (años antes me había metido en el alma “Al vent” y el “Diguem
no”). Como cuando oí, adolesdente, a Paco Ibáñez y sus poemas de Miguel
Hernández, José Agustín Goytisolo, Celaya y Alberti.
Con mi
primera compañera hablábamos siempre en catalán. También en casa de mis
padres. Nunca comentaron nada, desde luego que no, no eran colonos de
nada. No querían colonizar nada. Ella tenía la delicadeza de hablarles
en castellano, sin ningún problema. ¿Por qué iba a tenerlo? Nunca los
vivió como seres invasores sino como trabajadores esforzados y
explotados, muy explotados.
También ella militaba en la izquierda
comunista que, por supuesto, no era nacionalista-secesionista. Nunca lo
fuimos, nada de eso, años-luz de ese sendero. Era un orgullo admirar y
leer al mismo, y sin contradicción, a Antonio Machado, a Blas de Otero, a
Miquel Martí i Pol y a Joan Salvat-Papasseit. Mis tíos seguían siendo
anarquistas. Federica Montseny estuvo muy presente en algunas
conversaciones familiares.
Alguna vez les comenté a mis padres
aquella afirmación tan extendida y difundida entre sectores inmigrantes
en los años setenta y ochenta. Es catalán, se decía, todo aquel que vive
y trabaja en Cataluña. No se hablaba de ningún idioma. Les señalé
críticamente que, leído adecuadamente, el lema hacía que el que entonces
era mi jefe máximo, el banquero Jordi Pujol, no fuera catalán.
Vivía en
Cataluña pero trabajar, lo que se dice trabajar, no trabajaba. No hacía
nada que se pareciese a los que ellos llevaban años haciendo. Mandaba,
ordenaba, se reunía, hacía negocios, planificaba asuntos crematísticas,
estaba en “su hacer país”, pero trabajar, lo que se dice trabajar, no
trabajaba. Era otra cosa lo suyo.
Mis padres y mi hermana no me
hacían ni caso. No nos líes solían decirme. ¿Cómo non va a ser catalán
alguien como don Jordi? Eran buenas personas que no podían imaginarse el
latrocinio sistemático del que luego sería el más que intocable, y el
más que molt honorable. Por no hablar del clan familiar. Cosas sabidas y
sufridas desde hace años. No son los únicos entre las 400 familias con
mando en plaza catalana.
Con nuestros vecinos, algunos de ellos
catalanes, muchos otros no de origen (era un barrio de pobres-muy pobres
y de trabajadores), nos llevábamos bien, muy bien con algunos de ellos.
No recuerdo ninguna discusión que tuviera que ver con el uso del
castellano o del catalán, que, por supuesto, mucho de ellos usaban.
Ni que decir tiene que a mis padres, a mi hermana, lo de la España una,
grande y libre, lo del “habla español para que se te entienda”, les
producía vómitos y arcadas. Era fascismo y ellos no tenían nada que ver
con esa España de opresión y crímenes. Los habían sufrido directamente.
Siguieron así, sin colonizar nada ni a nadie, hasta el final de sus
días. Se alegraban mucho cuando iba a visitarles con amigos y amigas con
los que, por supuesto, hablaba catalán en la mayoría de los casos. Era
nuestra lengua de comunicación y encuentro (la misma que usa con mi hijo
Daniel). Por supuesto, nunca dijeron ni una sola palabra en contra.
Tampoco lo hacían cuando hablaba en catalán con mis tíos, con la hermana
de mi madre y su compañero cenetista-faísta. Las lenguas están para
acercarnos, para aproximarnos, no para establecer líneas de separación y
demarcación. Nosotros y los otros, ésta y no la otra, dentro y fuera.
Lo dejo aquí. Por si fuera necesario indicarlo, mi hermana vive ahora
en Mallorca, habla catalán, la variantes de la isla,, y su hijo,
profesor, habla un mallorquín que a mis oídos suena muy, muy hermoso.
Como el que usaba en ocasiones un profesor y maestro, Antoni Beltrán, el
autor del imprescindible Talento y poder.
Son dos
ejemplos, los de mis padres, tres si añadimos el de mi hermana, entre
miles y miles, entre millones incluso, de esos “colonizadores
lingüísticos involuntarios” de los que habla un manifiesto que ha sido
firmado hasta el momento por unos trescientos intelectuales catalanes
(molt catalans, ellos sí, no los otros, tienen la exclusiva, la
etiqueta, en plaza y en propiedad).
Pues bien y sin ningún ánimo
de ser descortés: que se coman su identidad excluyente y exquisita, que
se lo coman todo con patatas hervidas, con sal y un poco de aceite. De
la terra, por supuesto. (...)" (Salvador López Arnal, Rebelión, 23/04/16)
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