28/4/16

Ni mis padres, ni mi hermana colonizaron nada ni a nadie, hasta el final de sus días. Que se coman su identidad excluyente los firmantes del manifiesto

"(...) He entrecomillado “inmigrantes” porque no estoy seguro que debamos hablar siempre de inmigración (o emigración) cuando hablamos de ella. Si un ciudadano de Roses se traslada a vivir al sur de Tarragona no solemos usar estos términos. Si una ciudadana de Fraga se traslada a Sabadell a buscar trabajo (recorriendo menos distancia que en caso anterior), los utilizamos en cambio. 

No entro en este nudo que no debería pasar desapercibido. Se han construido falsarias y exageradas historias respecto a “la generosidad de Cataluña con la inmigración” sin tener en cuenta los sufrimientos de miles y miles de personas. También en otros casos por supuesto, no digo ni pienso que sea aquí únicamente. No me ha dado ningún ataque repentino de catalanofobia.

Pero tampoco era eso lo que quería contar. Es esto: 

No es un grito (que sería por o demás algo tardío) de indignación y protesta (aunque, por supuesto, debería serlo: las razones se agolpan). Es una descripción parcial que podía ser firmada por centenares de miles de hijos y nietos (incluso biznietos) de trabajadoras y trabajadores que se vieron obligados (no lo hicieron “voluntariamente” en la mayoría de los casos) a dejar sus tierras de origen. Emigraron… 

Como todos por otra parte, como venimos haciendo desde hace miles y miles de años, desde que nuestros remotos antepasados vivían en otras tierras. Todos somos descendientes de migrantes. Como emigran actualmente, tampoco lo hacen por gusto, en absoluto, muchísimos jóvenes catalanes –y no catalanes- para intentar organizar mejor su vida. El país los condena al paro, a la inseguridad y a la precariedad, a un futuro sin futuro. El capitalismo salvaje y maltratador es el único horizonte esgrimido.

Sin duda, en su caso, en el caso de mis padres, como en tantos otros, no les sería fácil tomar una decisión dura, siempre difícil. El desarraigo pudo ser, fue, desolador. El hermano de mi padre, muy joven, con apenas 20 años, había muerto en 1938 en la batalla del Ebro defendiendo la II República de todos los pueblos de España (de la que suele hablar con tanto conocimiento de causa el gran científico franco-barcelonés, Eduard Rodríguez Farré). 

El abuelo cenetista de la que sería su esposa-compañera, mi madre, había sido asesinado en mayo de 1939, acusado de “rebelión militar”. La familia restante quedó a la intemperie, abrazada a una miseria y a una persecución casi indescriptibles. Mi hermana y yo, y mis tres primos hermanos, seguimos siendo nietos de un “delincuente”. Nos sentimos muy honrados por supuesto.

Pero no quedaba otra. Hambre (no es una metáfora ni tampoco una exageración), prolongada sequía en aquellos años cuarenta, ausencia de trabajo, conflictos familiares, desesperación, señalados perversamente por dedos de vencedores, todo se juntaba (sin olvidar, a pesar de ello, la solidaridad y ayuda de familiares y amigos). 

Un campesino con alma de campesino hasta su último segundo de vida, hablo de mi padre, tuvo que emigrar para trabajar en una gran ciudad industrial, tan lejana de sus costumbres, gustos, deseos y finalidades, y sin apenas conocer a nadie. A la intemperie, a “ganarse el pan” con el sudor de su frente y sin formación cualificada alguna. Pero no sin cultura de vida y de prácticas. 

Mis padres se conocieron en su pueblo, Peralta de Alcofea, una pequeña localidad cercana a los Monegros, en Huesca. No intimaron. Mi madre, que había enviudado muy joven, con apenas 22 años, había “servido” ya en casas del pueblo y más tarde en Zaragoza. “Sirvió” también en casas burguesas barcelonesas de más allá de la Diagonal, la zona franquista se solía decir.

 Mi padre, un proletario agrícola, como dije, que había trabajado en varias fincas de grandes propietarios, vino directamente a Barcelona. Trabajó inicialmente en la construcción. Fue uno de los obreros que construyeron estaciones de metro en la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta. Más tarde, trabajó en la RENFE, arreglando vagones, en contacto con el amianto en muchas ocasiones sin que él mismo lo supiera, sin tener conciencia del peligro.

Se levantó a las 5 de la mañana durante más de 30 años, hasta que se jubiló a los 63 años tras un accidente laboral. Mi madre se levantaba antes, a las 4 de la mañana. A las 4:30 empezaba su doble-triple jornada en una empresa muy cercana a casa que creo que ahora ya no existe, la IGNIS. Limpiaba despachos, naves y lavabos hasta las 8 de mañana (yo mismo le acompañé en alguna ocasión). Luego continuaba en la cadena de montaje, gasta las 2 del mediodía.

 Ella y una compañera, la señora Adoración, colocaban las puertas de las lavadoras. A pesar de la dureza del trabajo, a pesar de las muchas horas de curro, fuera de casa y en casa (nos cuidaba a todos con la ayuda de mi hermana), era feliz por el ambiente de trabajo. Se lo pasaba pipa con sus amigas, con la señora Esperaza y la señora Pilar. Miquel A., el hijo de Esperanza, y yo fuimos muy amigos durante muchos años.

Mi padre, Francisco (como Paco Báez, Paco Puche, Paco Fernández Buey o Francisco Iglesias) llegaba a las tres a casa. Durante algunos años hizo doble jornada. No quedaba otra. Los ingresos apenas daban para lo más imprescindible. Durante años cenamos sopas de pan y bacalao (entonces comida de pobres), noche tras noche. 

No lo recuerdo con desagrado, en absoluto. Tuvimos ducha en casa, un piso de apenas 40 metros cuadrados en un barrio cercano al Besós que fue deshaciéndose poco a poco, a finales de los sesenta. Hasta entonces un lavadero hacía sus funciones; nos ayudábamos con cubos de agua calentada en la cocina.

Mi hermana empezó a trabajar muy joven, era una niña entonces, a los 12 años. En una empresa de cafeteras, FAEMA era su nombre. Estuvo allí cinco o seis años. No sufrió ningún accidente porque, en esta ocasión, la diosa Fortuna le fue favorable. Pero transitó en ocasiones al borde del desastre… y subida a una silla. No llegaba a manejar bien las piezas que tenía que manipular.

Yo empecé a trabajar más tarde, antes de cumplir los 14 años. A los 15 pude entrar en un banco, en Banca Catalana, SA. Trabajaba de 8 a 15 horas, de lunes a sábado. Por las tarde estudiaba. Fue entonces cuando aprendí a hablar catalán. Durante algunos años fue casi el único idioma que hablé. Incluso en casa. Quería enseñar a mis padres y de paso hacía prácticas.

Como a tantos otros jóvenes, Burgos, el consejo de Burgos, me politizó. Milité (esta vez bastante en serio) en partidos de izquierda comunista. Mis padres, que no estaban del todo informados de lo que hacía y de los riesgos anexos, sufrían con todo ello. Pero me ayudaban escondiendo papeles y “vietnamitas” cuando la ocasión lo exigía. Cuando iba a reuniones “importantes” o a manifestaciones por ejemplo. 

Participé, como otros jóvenes, en algunos onces de septiembre. Se trataba de luchar contra la dictadura fascista y contra la opresión cultural y lingüística a la que se veían sometidos los pueblos españoles; el catalán, entre ellos, por supuesto. 

Ver, oír a Raimon, cambió mi vida. Aun recuerdo la emoción que sentí cuando escuché por primera vez en el Romea su “Com un puny” (años antes me había metido en el alma “Al vent” y el “Diguem no”). Como cuando oí, adolesdente, a Paco Ibáñez y sus poemas de Miguel Hernández, José Agustín Goytisolo, Celaya y Alberti.

Con mi primera compañera hablábamos siempre en catalán. También en casa de mis padres. Nunca comentaron nada, desde luego que no, no eran colonos de nada. No querían colonizar nada. Ella tenía la delicadeza de hablarles en castellano, sin ningún problema. ¿Por qué iba a tenerlo? Nunca los vivió como seres invasores sino como trabajadores esforzados y explotados, muy explotados.

 También ella militaba en la izquierda comunista que, por supuesto, no era nacionalista-secesionista. Nunca lo fuimos, nada de eso, años-luz de ese sendero. Era un orgullo admirar y leer al mismo, y sin contradicción, a Antonio Machado, a Blas de Otero, a Miquel Martí i Pol y a Joan Salvat-Papasseit. Mis tíos seguían siendo anarquistas. Federica Montseny estuvo muy presente en algunas conversaciones familiares.

Alguna vez les comenté a mis padres aquella afirmación tan extendida y difundida entre sectores inmigrantes en los años setenta y ochenta. Es catalán, se decía, todo aquel que vive y trabaja en Cataluña. No se hablaba de ningún idioma. Les señalé críticamente que, leído adecuadamente, el lema hacía que el que entonces era mi jefe máximo, el banquero Jordi Pujol, no fuera catalán.

 Vivía en Cataluña pero trabajar, lo que se dice trabajar, no trabajaba. No hacía nada que se pareciese a los que ellos llevaban años haciendo. Mandaba, ordenaba, se reunía, hacía negocios, planificaba asuntos crematísticas, estaba en “su hacer país”, pero trabajar, lo que se dice trabajar, no trabajaba. Era otra cosa lo suyo. 

Mis padres y mi hermana no me hacían ni caso. No nos líes solían decirme. ¿Cómo non va a ser catalán alguien como don Jordi? Eran buenas personas que no podían imaginarse el latrocinio sistemático del que luego sería el más que intocable, y el más que molt honorable. Por no hablar del clan familiar. Cosas sabidas y sufridas desde hace años. No son los únicos entre las 400 familias con mando en plaza catalana.

Con nuestros vecinos, algunos de ellos catalanes, muchos otros no de origen (era un barrio de pobres-muy pobres y de trabajadores), nos llevábamos bien, muy bien con algunos de ellos. No recuerdo ninguna discusión que tuviera que ver con el uso del castellano o del catalán, que, por supuesto, mucho de ellos usaban.

Ni que decir tiene que a mis padres, a mi hermana, lo de la España una, grande y libre, lo del “habla español para que se te entienda”, les producía vómitos y arcadas. Era fascismo y ellos no tenían nada que ver con esa España de opresión y crímenes. Los habían sufrido directamente. 

Siguieron así, sin colonizar nada ni a nadie, hasta el final de sus días. Se alegraban mucho cuando iba a visitarles con amigos y amigas con los que, por supuesto, hablaba catalán en la mayoría de los casos. Era nuestra lengua de comunicación y encuentro (la misma que usa con mi hijo Daniel). Por supuesto, nunca dijeron ni una sola palabra en contra. 

Tampoco lo hacían cuando hablaba en catalán con mis tíos, con la hermana de mi madre y su compañero cenetista-faísta. Las lenguas están para acercarnos, para aproximarnos, no para establecer líneas de separación y demarcación. Nosotros y los otros, ésta y no la otra, dentro y fuera.

Lo dejo aquí. Por si fuera necesario indicarlo, mi hermana vive ahora en Mallorca, habla catalán, la variantes de la isla,, y su hijo, profesor, habla un mallorquín que a mis oídos suena muy, muy hermoso. Como el que usaba en ocasiones un profesor y maestro, Antoni Beltrán, el autor del imprescindible Talento y poder.

Son dos ejemplos, los de mis padres, tres si añadimos el de mi hermana, entre miles y miles, entre millones incluso, de esos “colonizadores lingüísticos involuntarios” de los que habla un manifiesto que ha sido firmado hasta el momento por unos trescientos intelectuales catalanes (molt catalans, ellos sí, no los otros, tienen la exclusiva, la etiqueta, en plaza y en propiedad). 

Pues bien y sin ningún ánimo de ser descortés: que se coman su identidad excluyente y exquisita, que se lo coman todo con patatas hervidas, con sal y un poco de aceite. De la terra, por supuesto. (...)"            (Salvador López Arnal, Rebelión, 23/04/16)

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