"(...) la doctrina independentista oficial se ha basado en la idea según la
cual todo Estado democrático que se precie debe reconocer a los
ciudadanos que residen en un determinado territorio el derecho a decidir
unilateralmente si permanecen en dicho Estado o, por el contrario, se
separan de él.
En caso de optar por esto último, se entablarían
negociaciones con el Estado, pero únicamente a efectos de concretar los
detalles de la secesión. Tal derecho, que ya fue invocado en el País
Vasco con motivo del Plan Ibarretxe, no existe en ningún ordenamiento
constitucional.
Como es sabido, el “derecho a decidir” ha sido un
eufemismo para evitar la invocación del derecho de autodeterminación,
del que Cataluña no es titular, tal como ha recordado recientemente el
Secretario General de la ONU.
En todo caso, a partir de la resolución
aprobada por el Parlament, la idea ha sido abandonada. Ahora se trata de
iniciar un proceso “participativo” que debe culminar en la adopción de
una Constitución para una nueva República catalana, sin preguntar antes a
los ciudadanos, en un referéndum legal y acordado, si están a favor de
la independencia de Cataluña.
Los soberanistas más lúcidos reconocen que la secesión necesita
sustentarse en una justa causa, especialmente si se quiere contar con
los necesarios apoyos internacionales.
El problema es que las múltiples
quejas que muchos ciudadanos catalanes elevan frente al orden político
existente en España, por legítimas y fundadas que sean (en materia de
financiación, de nivel de autogobierno, de reconocimiento de la
pluralidad lingüística, por ejemplo) no son de una gravedad tal como
para provocar la movilización de la comunidad internacional, a fin de
presionar a España para que permita la secesión de Cataluña. Quienes
comparan a los catalanes con esclavos que necesitan ser liberados han
perdido el norte moral, o no han viajado por el mundo.
El argumentario jurídico que los expertos oficiales han desarrollado
en los últimos años contiene tesis verdaderamente sorprendentes.
Así, se
nos ha dicho que el proceso hacia la independencia se hará de acuerdo
con la ley, de modo que si el Parlamento catalán inicia un proceso de
“desconexión” para crear de forma unilateral una República
independiente, no se infringe la legalidad constitucional vigente, sino
que se construye un nuevo marco legal que reemplaza al anterior.
Con
este argumento, todas las normas que regulan los procedimientos
democráticos que deben seguirse para reformar el Derecho vigente carecen
de fuerza alguna. La Constitución se convierte en “plastilina”
jurídica. (...)
Nos preguntamos si también la Constitución de la República catalana
será tan fácil de reemplazar en el futuro. La resolución del Parlament
es taxativa cuando dispone que, a partir de ahora, el gobierno de
Cataluña únicamente debe cumplir las normas emanadas del Parlament, con
exclusión de las estatales (y se supone que también de las europeas) y
ordena que no se obedezcan las resoluciones del Tribunal Constitucional.
Que todavía haya juristas dispuestos a sostener que todo esto es legal,
“si se interpreta adecuadamente”, dice mucho sobre la degradación
intelectual a la que hemos llegado.
Los teóricos del soberanismo también sostuvieron en su momento que si
el Estado español se niega a autorizar un referéndum sobre la
independencia de Cataluña, cabe acudir a la Unión Europea para que
sancione a España en virtud del artículo 7 del Tratado, que alude a “la
existencia de una violación grave y persistente” por un Estado miembro
de los valores en los que se fundamenta la Unión, entre los que se
cuentan la libertad, la democracia, el Estado de Derecho y el respeto de
los derechos humanos.
En la extensa lista de despropósitos del
argumentario soberanista, seguramente éste se lleva la palma. Resulta
llamativo que quienes juzgan inaceptable, por autoritario y represivo,
la utilización del artículo 155 de la Constitución española contra la
Generalitat, consideren posible que la Unión Europea recurra al artículo
7 del Tratado frente al gobierno español.
Por cierto, hace dos años la entonces vicepresidenta de la Comisión
Europea, Viviane Reding, se refirió al incumplimiento por parte del
Gobierno de Rumanía de las sentencias del Tribunal Constitucional de
aquel país, como ejemplo de atentado contra el Estado de Derecho que
podría llevar a poner en marcha el procedimiento del citado artículo 7.
Ahora el Parlamento catalán ordena el desacato a las resoluciones del
Tribunal Constitucional español. Curiosa paradoja.
Con todo lo dicho no pretendemos desconocer un dato político de
primer orden: existe un amplio sector de la ciudadanía catalana que ha
votado a favor de la independencia. Si este sector se ampliara en el
futuro y llegara a abarcar una mayoría clara y estable a lo largo del
tiempo, se debería imponer el pragmatismo y pensar en la necesidad de
desbloquear la situación a través de un referéndum.
Pero la realidad es
que, de momento, el movimiento secesionista no ha superado con éxito el
primer test democrático que supusieron las elecciones del pasado 27 de
septiembre. El “plebiscito” se perdió, y así lo ha visto el resto del
mundo.
El Financial Times, por ejemplo, en un editorial sobre la
“locura” (folly) del actual proceso, afirmaba esta semana que el
porcentaje de voto obtenido por los independentistas está muy lejos del
que moralmente se necesitaría para justificar una ruptura con España.
Los secesionistas tienen todo el derecho a seguir defendiendo su
causa por medios legítimos; así se lo ha reconocido el Tribunal
Constitucional al que ahora desautorizan. (...)
Lo que no es legítimo es quebrantar un orden constitucional plenamente
democrático para alcanzar un objetivo que carece del respaldo de una
mayoría clara y estable de la ciudadanía. Resulta desolador tener que
recordar hoy en Cataluña algo tan evidente en esta Europa del siglo XXI. (...)" (
V. Ferreres /
E. Fossas /
A. Saiz , El País,
24 NOV 2015)
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