"(...) La integración y la identidad. O la identidad y la integración. No es
banal el orden de los factores por más que sean difícilmente
separables. Cuando un ciudadano francés de procedencia magrebí o
subsahariano se integra, en qué se integra realmente.
En primer lugar,
¿es un ciudadano francés como cualquier otro? Por supuesto que no,
porque de ser así no necesitaría integrarse. Un ciudadano que ejerce de
tal, con sus derechos y sus deberes, no necesita plantearse si se
integra o no.
Confieso que cada vez que escucho decir que tal o cual persona “se ha
integrado en la sociedad catalana” (hace años me ocurría otro tanto con
“la integración en la sociedad vasca”) soy consciente de que estoy
escuchando a alguien de clase social respetada, que sin ser consciente
adopta una actitud de superioridad.
Para qué carajo habré de integrarme
yo en la sociedad catalana, vasca o española. Durante muchos años de
nuestra vida soñamos con no integrarnos en nada que no fuera defender
nuestros derechos de ciudadanía.
Porque no teníamos ni derecho a la
protesta. Bastaba considerar la dignidad humana y la lucha contra las
desigualdades flagrantes como una tarea de cualquier persona digna;
aunque aún no fuéramos ciudadanos porque vivíamos en una dictadura.
Sólo cuando hay una situación de superioridad, oculta o patente, se
le plantea a alguien la necesidad de que su entorno esté integrado, es
decir que comparta la identidad de quien se considera ciudadano de pleno
derecho. Ya nadie se acuerda de los Panteras Negras, aquel grupo de
negros radicales.
Ni de su precursor Malcolm X, un musulmán converso,
asesinado a los 40 años tras una trayectoria espectacular que pasa por
el linchamiento de su padre a manos de sicarios blancos, el trapicheo
del hampa, la cárcel, el descubrimiento de la cultura y la lucha contra
la desigualdad racial. Un líder.
El orgullo de ser negro. Hoy apenas
nadie recuerda aquella escena, inolvidable para quienes la vivimos, de
los dos negros en el podio de las medallas olímpicas de México (octubre
del 68) con el puño negro enguantado y los pies descalzos. Pagaron por
ello un precio digno de la venganza implacable del odio blanco.
¿A qué llamamos en Catalunya “emigrantes integrados”? A los que
aceptan las pautas que marca la sociedad dominante y se niegan a
cuestionarlas para ser admitidos en el Olimpo de la Integración.
El caso
de Pepe Montilla, que llegó a presidente de la Generalitat y que ante
mis oídos estupefactos fue definido por uno de los dirigentes de Unió
Democràtica, de misa y comunión diaria, como un baldón para la histórica
institución. Del Barça se hace, pero de Òmnium se nace.
¿Qué es la identidad de los pueblos? Disculpen la vulgaridad pero no
conozco otra identidad que vaya más allá del carnet. Ahora que los
viejos estalinianos salen del armario para confirmar rasgos identitarios
en el siglo XXI, como si emularan la polémica del 48 entre Sánchez
Albornoz y Américo Castro, afrontar “la identidad” de un país como
Francia se le debe hacer muy cuesta arriba a un beur -joven francés
marginal, de procedencia magrebí-. (...)
El mundo galo de la identidad universal sufrió un auténtico espasmo
el día que masas de jóvenes aficionados al fútbol despreciaron La
Marsellesa. Los campos de fútbol son el retrato más fidedigno de la
sociedad en que vivimos.
El odio nace del desprecio y resulta una penosa paradoja que aquella
Francia que marcó con un tiralíneas la división del denominado Oriente
Medio, una superficie con toda seguridad superior a esta parangonada
Europa de los pueblos, se encuentre ahora con todos los demonios que
creía haber exorcizado. Porque ese país de acogida también lo fue de
rechazos, tan institucionales como sociales. (...)
La capacidad de asimilación, que no de integración, de la cultura
francesa, singularmente parisina, no tiene parangón con ninguna otra
hasta la deslumbrante aparición de Nueva York, con características muy
diferentes. Porque en esa diferencia está un factor fundamental que es
la economía.
No fue el factor económico el dominante de la asimilación
de culturas que hizo a París la capital del mundo. Fueron otras cosas… y
la economía. Pero cuando se afirma que sin la crisis económica actual
la ruptura y la violencia de los “marginales” no se hubieran producido,
creo que estamos abrillantando una falacia.
En las conversaciones de Lyon entre gente asentada, liberal y nada
proclive a la radicalidad, había un rasgo llamativo que dado mi
deleznable francés no osé explicar, y es que tenía la impresión de que
la pequeña burguesía francesa, tan orgullosa de sí misma y con motivos,
se había vuelto marxista sin saberlo, como al personaje de Molière le
ocurría con la prosa.
Ahora, tras años de encandilamiento idealista
-mucho Mounier, Alain y tradición espiritual jansenista- todos
consideraban el factor económico como definitivo, cual marxistas
vulgares. Si no hubiera crisis económica nada de esto existiría.
Y eso no es cierto. La crisis dispara los problemas que había
ocultado una sociedad complaciente. Los barrios abandonados de todas las
ciudades del mundo, no sólo esa banlieue parisina generadora de
yihadistas y reyezuelos del menudeo, no son una deriva de la crisis.
Al
contrario, son un producto de las épocas de expansión, de las burbujas y
del abandono del Estado hacia sus responsabilidades con la ciudadanía.
Porque la corrupción no nace de la crisis sino que crece en la
abundancia de la desigualdad.
La destrucción del mundo antiguo, tan corrupto él y tan aparentemente
equilibrado, no se hizo para salir de ninguna crisis sino para
fortalecer el poder de esos mismos que ahora ponen el grito en el cielo
por la inseguridad de su vida y de sus negocios. (...)" (El odio. Conversaciones en Lyon (2), de Gregorio Morán en La Vanguardia, en Caffe Reggio, 24/01/2015)
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