"(...) ¿Ves cómo era el dinerito, el dinerito?, leo en la mirada sardónica de mis colegas. (...)
No creo, sin embargo, que se haya desmoronado el esquema
político-cultural sobre el nacionalismo dominante entre los teóricos
sociales de las últimas décadas. Por mucho que lamente contradecir al
joven Solé Tura, el nacionalismo catalán no fue creación de su
burguesía. El capitalismo es internacionalista. Le interesa expandir el
negocio, derribar barreras aduaneras, crear mercados cada vez más
amplios. (...)
A las élites político-culturales, en cambio, trocear el mercado les reporta beneficios inmediatos. Tienen intereses
en el proyecto nacional, aunque no económicos, sino políticos. Lo que
buscan es monopolizar una parcela de poder, eliminar la competencia,
ascender a la cumbre del escalafón, aunque este domine un territorio más
reducido. Y el empobrecimiento cultural les importa poco.
Las sociedades atraídas por los movimientos identitarios tienden a ser
tribales, familiares. Son relativamente pequeñas, todos se conocen,
todos saben si este es o no de los nuestros, y es difícil infiltrarse o
triunfar socialmente si se es foráneo.
En el caso catalán, se trata de
una élite, predominantemente barcelonesa, de conocidos y muchas veces
emparentados, que se siente con derecho a ser dueña (política; pero no
solo, como demuestra la familia Pujol) de toda Cataluña, para lo cual ha
conseguido imponer un discurso que achaca todos los males a las
interferencias de “Madrid”. (...)
El nacionalismo se combina mal con el capitalismo y se explica
difícilmente en términos de clase, pero, en cambio, se combina y se
explica muy bien, como tantas otras pugnas identitarias, en términos de
corporativismo y clientelismo.
Llamamos corporativismo a la tendencia de un grupo o sector social a
reforzar su solidaridad interna y defender sus intereses y derechos
particulares, anteponiéndolos a los principios de justicia, al interés
general de la sociedad y a los perjuicios que puedan ocasionar a
terceros.
Es un fenómeno típico de núcleos humanos con lazos de
parentesco, como clanes y etnias; y es muy común en el mundo
mediterráneo, así como en amplias zonas de América Latina, Asia y
África; son casos de “sociedad civil” fuerte, pero no beneficiosa. (...)
Los nacionalismos, por definición, están imbuidos de espíritu
corporativo: no solo porque las corporaciones dan identidad sino porque
aseguran la estabilidad y la permanencia de las mismas élites en las
posiciones de poder. A cambio, perjudican la libertad individual y la
creatividad. Temen, al contrario que el capitalismo ideal, la libre
competencia, la innovación y el futuro abierto. (...)
El nacionalismo no es, pues, ni “burgués” ni capitalista. Su
principal objetivo: asegurarse de que este trozo de pastel es solo
nuestro, de los de aquí de siempre, de los que tenemos ocho apellidos,
catalanes o lo que sea.
Nada de libre mercado, excluyamos de la
competencia a la mayoría de los posibles concurrentes. De ahí esas
curiosas distorsiones que se producen en la política catalana: una
sociedad en la que los apellidos más comunes son Pérez o García, que
apenas existen en el Parlament representativo (véase Nacionalismo y política lingüística, de Thomas J. Miley).
El caso de la familia Pujol no es, pues, excepcional, como pretenden
Mas o quienes quieren salvar el nacionalismo. Es una prolongación del
corporativismo y el clientelismo practicados sin escándalo por CiU (y
por cualquier Gobierno apoyado en políticas identitarias, sea catalán,
vasco o andaluz). Y del clientelismo —favores por apoyo político— a la
corrupción —favores por dinero— no hay más que un paso. Un paso difícil
de evitar." (EL PAÍS 04/09/14, JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO, en Fundación para la Libertad)
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