"Otro notorio fracaso es el de la pluralidad de lenguas. No su
convivencia en la vida diaria, que no es conflictiva, sino su
reconocimiento oficial y simbólico. En la Península se hablan desde hace
mil años varias lenguas, incluida la portuguesa.
Pero el Estado
nacional impuso la idea de establecer una jerarquía entre ellas, algo
que el régimen franquista llevó al extremo de querer borrar del mapa las
no oficiales. Cuanto más nos alejemos de aquel espíritu, mejor será el
futuro. La única jerarquía admisible es la que establezcan los propios
hablantes en su práctica diaria.
El horizonte que se otea, y que
nuestras generaciones jóvenes han comprendido, es el multilingüismo, con
la casi inevitable necesidad de añadir inglés, alemán y chino mandarín.
Pero el Estado central protege el castellano, elevado a “español” hace
un siglo, y se desentiende del resto, que eliminaría si estuviera en su
mano.
Las comunidades gobernadas por otros nacionalismos hacen lo propio
y ponen las trabas que pueden al uso del castellano.
Los
castellano-hablantes en Cataluña, que son muchos, observan cómo su
lengua, tan potente socialmente —y en el mundo—, no ocupa espacio alguno
en la expresión y los símbolos públicos y se regatea su aprendizaje en
las aulas escolares.
Lo razonable sería una política más generosa por
ambas partes: un lugar más amplio en el espacio simbólico estatal para
el catalán —lengua hablada por millones de personas en Cataluña,
Baleares, Valencia e incluso Aragón— y un espacio más amplio para el
castellano en el mundo oficial catalán.
¿Por qué no normalizar el uso de las cuatro lenguas en las
televisiones públicas españolas, pagadas con el dinero de todos, y en
las instituciones parlamentarias, que deben dar ejemplo de pluralismo a
la ciudadanía?
Tanto castellano como catalano-parlantes negocian
cotidianamente su lengua según lo exige la situación, sin pretender
regresar a un mundo unilingüe.
La existencia de cuatro lenguas debería
convertirse en un hecho normal y positivo, no problemático, y reducir su
valor al terreno comunicativo, evitando peleas en el de los símbolos
—marcadores del territorio propio, y por eso tan importantes para los
dirigentes—, donde tan fácil es ofender sensibilidades ajenas.
La función del sistema político es resolver problemas, no agravarlos
con inútiles enrocamientos. Convocar manifestaciones y recurrir a
referéndums para forjar unanimidades solo sirve para enmascarar la
complejidad de la realidad. Los problemas colectivos no pueden
resolverse con sencillas preguntas a las que solo cabe responder sí/no.
La democracia es más que eso: es hablar y escuchar, pensar y decidir,
sobre datos y cifras, sobre intereses legítimos y sobre resentimientos." (José Álvarez Junco /
Josep Maria Fradera , El País20 NOV 2012)
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