Según mi interpretación, existe una diferencia esencial entre la diversidad de identidades discernibles en cualquiera de nuestras comunidades actuales y la identidad democrática que constituye el ADN del sistema político en que vivimos. Como ya he escrito en otro sitio (el curioso debe consultar el capítulo sexto de La vida eterna) el asunto se resume en la distinción entre ser y estar. Cada individuo configura lo que es de acuerdo a una gama más o menos amplia de identidades yuxtapuestas: algunas nos vienen impuestas por los azares de la biología, la geografía o la historia, mientras que otras provienen de elecciones más personales en el terreno de los afectos, las creencias o las aficiones. Hay cosas que somos desde la cuna y otras que preferimos o nos empeñamos en ser: ciertas identidades nos apuntan y al resto nos apuntamos. Sobre lo que cada cual es, cree que es o quiere ser poca discusión pública cabe. (...)
La identidad democrática, en cambio, no expresa tanto una forma de ser como una manera de estar. De estar junto a otros, para convivir y emprender tareas comunes, pese a las diferencias de lo que cada uno es o pretende ser.
El único requisito que se impone en democracia a las diversas identidades que se dan en ella es que no interfieran radical-mente con las normas que permiten estar juntos o imposibiliten su funcionamiento igualitario. Por ejemplo, la identidad francesa es, sin duda, parte de lo que los ciudadanos franceses son, pero hay muchas maneras de vivirla, sentirla y pensarla de acuerdo con el resto de los rasgos de identidad que cada cual considera suyos. Ya existen novelas o películas sobre esta diversidad, que unos viven como drama y otros como conquista (supongo que entre estos últimos habrá que incluir al propio presidente de ascendencia húngara y a su envidiablemente cosmopolita esposa).
No hay cánones definitivos para ser francés, pero sí para estar en Francia como ciudadano de una democracia avanzada. De modo que la pregunta interesante no indaga lo que significa ser francés, sino lo que exige ser ciudadano en Francia.(...)
Frente a la cultura de la pertenencia -acrítica, blindada, basada en el sacrosanto "nosotros somos así"- está la cultura de la participación, cuyas adhesiones son siempre revisables y buscan la integración de lo diferente en lugar de limitarse a celebrar la unanimidad de lo mismo. A esta última, que respeta el ser de cada cual pero lo subordina en asuntos necesarios al estar juntos con quienes son de otro modo, es precisamente a lo que se llama laicismo.Pero es importante destacar que el laicismo no sólo se refiere a las identidades religiosas: también ha de aplicarse ante otras de distinto signo, como las llamadas de género (refiriéndose al sexo, que es lo que tenemos los humanos a diferencia de los adjetivos y los pronombres) o a las de idiosincrasias nacionalistas.En el País Vasco, por ejemplo, las tímidas medidas que afortunadamente se van tomando para asentar por fin la maltrecha identidad democrática que allí nunca ha tenido verdadera vigencia tropiezan con la oposición de quienes se empeñan en verlas como agresiones a una supuesta "identidad vasca", que ellos se han ocupado de diseñar como incompatible con la española y calcada de parámetros exclusiva y excluyentemente sabinianos." (FERNANDO SAVATER: Sobre la identidad democrática. El País, ed. Galicia, opinión, 29/12/2009, p. 21 )
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