‘Nadie lo ha destacado, pero probablemente nos encontramos ante la primera huelga de un colectivo que se organiza en contra de un criterio de política lingüística. Se añade a las manifestaciones de algunos ciudadanos que se declaran contrarios a las multas por motivos de lengua. Este tipo de protestas son inmediatamente aprovechadas por los demagogos capitalinos y, al final, el ruido nos impide pensar correctamente. Es así como la lengua, esa herramienta que debería servir para razonar, se convierte en acto de fe y en estandarte de la identidad.

Mi lengua fundamental es el catalán y, desde mi humilde trabajo de escritor, miro de prestigiarla, de aprenderla y de cuidarla. Forma parte de mi identidad, es cierto. Pero mi identidad no acaba ni empieza en la lengua que hablo, sino en el pensamiento que expreso y en los afectos que siento. Me irrita esa gente que se niega a comprender, pero también me preocupa esa otra gente que desde el poder intenta que las leyes entren con multa. La extensión del catalán es, qué duda cabe, una causa que personalmente no voy a negligir. Pero si esa extensión debe apoyarse en multas y sanciones y no en la persuasión y el prestigio, entonces me siento representando a una lengua antipática y a una imposición tan irracional como lo fue el castellano en los tiempos antiguos.

En política democrática, la justicia de una iniciativa no basta. En ciertos casos ni siquiera basta refugiarse en la idea aritmética de la mayoría simple de la población. Cuando una ley es justa es cuando se consigue el consenso. Y ese consenso a menudo tarda más que las urgencias electorales. Las multas son necesarias para prevenir daños y para que se paguen responsabilidades. Pero, ¿realmente el prestigio de una lengua se consigue siendo fuerte con los débiles y débil ante los fuertes? Yo no me sentiré mejor ante un extranjero que use el catalán por miedo a la multa. Y es que el miedo siempre nos impide pensar claro’." (lavozdebarcelona.com, 29/01/2010)