3/10/22

Jordi Amat: El 1 de octubre fue extrañísimo, el día en que constaté que yo ya no era uno de los míos, sin que se produjera una expulsión... hubo dos días significativos, uno a nivel personal y otro colectivo. Uno fue el día de la estampida de las grandes empresas catalanas que cambiaron su sede fiscal... Yo había intentado decir en el grupo de WhatsApp familiar «bueno, está claro que esto va mal», pero la respuesta fue «va mal, pero es para que vaya mejor». Y yo pensaba: «Pero es que no va a ir mejor». Y después, el 8 de octubre, un día que cambia muchas cosas en Cataluña, el de la manifestación constitucionalista por adjetivarla de alguna manera, con mi mujer y mis hijos queríamos ir a comer cerca del mar y no pudimos cruzar. Nunca había visto una manifestación importante con banderas españolas en Barcelona... Es muy interesante que en los diarios/memorias de Puigdemont no se consigne que se ha producido la manifestación. Es perfectamente detallista en todos los sucesos, pero eso no lo vio. No vio que en Cataluña había mucha gente que hizo algo que nunca habría pensado que tenía que hacer, coger por primera vez una bandera española para salir a las calles de Barcelona... Ahora sabemos que los políticos estaban engañando, porque prometieron una cosa que no tenían la fuerza suficiente para hacer, pero un ciudadano adulto también tiene la responsabilidad cívica de informarse para saber que lo están engañando. La no asunción de esto, la falta de juicio crítico, se ha vuelto una frustración que no sabemos hasta qué punto es amplia, pero que no existía antes... una de las causas que explican el estado de fantasía política, tiene que ver con el desconocimiento preocupante de una parte de la clase política y de la clase intelectual de lo que es Madrid como centro de poder y la cultura española. Ahí hay un prejuicio de superioridad que se paga carísimo y forma parte de una idea de que nosotros somos más europeos y mejores

 "(...) Jot Down conversó con Amat sobre muchos de los temas que ha venido abordando en su obra sin sospechar que, apenas unos días después del encuentro, se abriría una profunda crisis en el seno de la Generalitat de Catalunya (...)

Hablando de su libro El llarg procés, creo que alguien le dijo algo así como que debía buscarse un guardaespaldas. Era una exageración, ¿no?

[Risas] Era una exageración. Recuerdo que fue el crítico de La Vanguardia que firmó la reseña me mandó un correo diciéndome «cómprate un chaleco antibalas». Cuando salió la edición catalana del libro, creo que en 2015, era un momento de tensión en múltiples aspectos, también en la comprensión del pasado y el lugar que estaban ocupando los intelectuales, que ya entonces habían abdicado como conciencia crítica de una sociedad, incluso para la parte que estaban apoyando, y que no hicieron las preguntas pertinentes para sumarse a un movimiento que era fascinante, visto desde la distancia.

Pero esa falta de conciencia crítica implicó una fe de la ciudadanía no desmentida por los políticos, al contrario, que nos ha instalado en un clima de frustración; y después, intentar decirlo podía generar episodios de incomodidad. No fue agradable para nadie, creo. Tiendo a pensar que, al margen de tener una militancia independentista muy fuerte, incluso mucha de la gente que leyó el libro con suspicacia, ahora ya no lo haría de la misma manera.

Como ciudadano, ¿cómo vivió ese periodo tan caliente? ¿Había a su alrededor una atmósfera especialmente enrarecida?

En el periodo en que escribí el libro, creo que no. Por diversos motivos, por tradición familiar, por clase social, por los espacios donde me había educado y socializado, era un prototipo perfecto de alguien que debía pensar su país en clave pujolista. Desde la perspectiva del mundo del que vengo, ese libro tenía aspectos de traición fuerte. Y no tenía vocación de traidor, simplemente quería dotarme de una explicación para entender qué estaba ocurriendo, porque no era fácil. Desde entonces, lo que escribo sobre Cataluña es leído con suspicacia, y no dejará de ser así. Podría ser incómodo, pero finalmente los lectores lo han premiado. Lo difícil era no quedar engullido por los bloques, lo que es una tentación fácil, porque cuando refuerzas el discurso de un bloque, este te abraza. Y eso es agradable. La escritura del libro no fue incómoda, pero a partir del lanzamiento y del titular de la edición catalana El País en la entrevista que me hicieron, yo dejé de escribir lo que estaba previsto que escribiera.

¿Llegó a verse alterada su vida cotidiana?

Tanto como eso no, al contrario. Dudo que sin el libro yo hubiese empezado a escribir opinión. Yo era un señor que se dedicaba a escribir reseñas, un historiador de la cultura fuera de la academia, y empecé a hacer opinión a partir de entonces, y eso desembocó en un libro breve, La conjura de los irresponsables, donde al final sí está la tristeza por vivir lo que ocurría en 2017. El 1 de octubre fue extrañísimo, el día en que constaté que yo ya no era uno de los míos, sin que se produjera una expulsión. Verlo desprendía energía cívica, ¿eh? Recuerdo una canción de Raimon que dice aquello de «quien ha sentido la libertad tiene más fuerza para vivir». Esa gente lo experimentó, y fue una fuerza transformadora. No poderla compartir fue jodido. No eran momentos para la ecuanimidad, pero ahora, pensando en la actitud que tuve entonces, estoy razonablemente satisfecho.

En La conjura… usted hacía una llamada a la equidistancia. Desde esa centralidad, ¿veía mejor en qué se equivocaban los extremos?

Creo que incluso los implicados sabían que los otros tenían sus razones. He acabado pensando que lo que consiguió el independentismo el 1 de octubre fue una cosa extrañísima, que no volveremos a vivir. Para mí hubo dos días significativos, uno a nivel personal y otro colectivo. Uno fue el día de la estampida de las grandes empresas catalanas que cambiaron su sede fiscal. Yo había intentado decir en el grupo de WhatsApp familiar «bueno, está claro que esto va mal», pero la respuesta fue «va mal, pero es para que vaya mejor». Y yo pensaba: «Pero es que no va a ir mejor». Y después, el 8 de octubre, un día que cambia muchas cosas en Cataluña, el de la manifestación constitucionalista por adjetivarla de alguna manera, con mi mujer y mis hijos queríamos ir a comer cerca del mar y no pudimos cruzar. Nunca había visto una manifestación importante con banderas españolas en Barcelona. Entendí que lo que no habían visto los míos era que, formulando la pregunta sobre la soberanía, estaban preguntando por la identidad. La pregunta no era en qué país quieres vivir, sino tú qué eres. Y una vez has formulado esa pregunta es muy difícil volver atrás, porque ya la has respondido. Es muy interesante que en los diarios/memorias de Puigdemont no se consigne que se ha producido la manifestación. Es perfectamente detallista en todos los sucesos, pero eso no lo vio. No vio que en Cataluña había mucha gente que hizo algo que nunca habría pensado que tenía que hacer, coger por primera vez una bandera española para salir a las calles de Barcelona. Esa gente no quería haber salido, pero como les preguntaron, tuvo que salir. No verlo fue un error, en buena medida solucionado porque no se han producido más episodios de confrontación identitaria.

Y el otro bloque, ¿qué no vio?

La otra parte se negó a ver que había problemas institucionales mal resueltos, que estamos sufriendo aún. El poder del Estado que asume la resolución del conflicto creo que es el judicial, muy claramente, y además fue explícito en la última intervención de Lesmes, inteligentísima y muy inquietante a un tiempo, en la apertura del año judicial, cuando manifiesta que «nosotros acabamos con el procés». Y a la vez estaba respondiendo a instancias internacionales que son críticas con el tipo penal que se usó para neutralizarlos políticamente. Eso se hizo mal, y más tarde o más pronto habrá un reconocimiento de que allí se creó un nudo que sigue sin resolverse, dada la derrota que sufrió el independentismo. El Estado central ganó con cierta facilidad, pero hay consecuencias de ese proceso que no han sido resueltas.

Recuerdo que en las librerías de Barcelona, en los momentos álgidos de la confrontación, podían verse mesas enteras de libros sobre el asunto. ¿Qué quedará de todo eso?

 Hay seiscientos o setecientos libros sobre el procés, están indexados. Yo creo que el procés fue el principal agente de deforestación de España, y de alguna manera se retroalimentaban, era fascinante y completamente estéril. Yo creo que uno de los problemas que tiene el periodismo en Cataluña ahora es que se acostumbró a unas dosis crecientes de emoción política, y ahora que todo es tan aburrido… Bueno, hay un libro titulado 2017, de David Jiménez, el columnista de El Mundo, tipo muy inteligente, que habla del momento en que hay una especie de traición catalana al desarrollo autonómico que implicaba que no se tirarían al monte, es decir, que no habría una quiebra del marco constitucional. Creo que tiene razón, pero hay algo no resuelto también en el diseño originario de la España territorial del 78, que pensaba que el sentimiento de nacionalidad quedaría resuelto. Ahí hay una parte del pacto que queda frustrado, y eso es un problema de fondo no resuelto. La excepción vasca, constitucionalizada, introduce una asimetría que desde el punto de vista de las otras nacionalidades constituye un problema, por qué ellos sí y nosotros no, y en ese modelo no se pensaba algo que ha ocurrido, la capacidad de fagocitación de poder que ha tenido Madrid no solo en términos institucionales, que ya estaban, sino económicos y demográficos. Eso ha alterado los equilibrios de una manera, a día de hoy, estructural. El horizonte territorial al que se iba en el 78 no es al que hemos llegado. Y la percepción mayoritaria en el caso catalán es que eso no era lo que esperábamos.

¿Y en algún momento llegó a considerar la posibilidad de que el sueño del independentismo se hiciera realidad, o nunca lo vio factible?

Creo que no, aunque tampoco lo hubiese visto como una tragedia. Soy un catalán feliz de ser español, pero ser catalán y español no son las cosas más importantes de mi vida, honestamente. Y me parece muy razonable que haya gente para la que sí lo es, ¿eh? Pero no, no tuve la sensación de que más allá de la intensidad emocional pudiese haber una modificación seria de las cosas. Lo que sí parecía probable era que esa tensión pudiera desembocar en cosas más graves. Por desgracia, un tipo perdió un ojo en una carga policial, pero la paradoja catana es que en ese momento de escenificación de la ruptura, los altercados fueron mucho menores que los que vivimos en 2019, tras la sentencia de los políticos del procés. Pero entonces ya era una violencia básicamente interna, de manifestantes contra mossos d’esquadra. Eso habla bastante de una cierta gestión de la frustración, intensificada con un discurso antipolítico muy fuerte, por parte de la gente que se siente engañada. Desde mi punto de vista es que se dejaron engañar. Ahora sabemos que los políticos estaban engañando, porque prometieron una cosa que no tenían la fuerza suficiente para hacer, pero un ciudadano adulto también tiene la responsabilidad cívica de informarse para saber que lo están engañando. La no asunción de esto, la falta de juicio crítico, se ha vuelto una frustración que no sabemos hasta qué punto es amplia, pero que no existía antes.

En Largo proceso, amargo sueño se ocupaba de los intelectuales orgánicos que ayudaron a cimentar la fantasía independentista. Pero, ¿vio a muchos subirse al carro interesadamente durante el procés?

El procés tuvo sus intelectuales orgánicos, por supuesto. Pero si la pregunta es si fueron de manera cínica o por cálculo, yo diría que mayoritariamente no. No sabría decir si en alguno pesó más eso que la convicción, pero no me parece un problema que un tipo que construya opinión quiera ser un intelectual orgánico, que pongas tu capital intelectual al servicio de un proyecto político en el que crees, y consideres que en ese momento es mejor asfaltar la autopista para que la gente vaya a toda pastilla hacia una meta, aunque sepas que eso es problemático, en lugar de cuestionarlo. Pienso que al procés le faltó cinismo, de hecho. Y en la historia del catalanismo político esa es una de las taras, que no haya un pragmatismo para comprender cuál es la naturaleza real del poder. Para bajar a lo concreto, uno de los problemas mayores que hubo, una de las causas que explican el estado de fantasía política, tiene que ver con el desconocimiento preocupante de una parte de la clase política y de la clase intelectual de lo que es Madrid como centro de poder y la cultura española. Ahí hay un prejuicio de superioridad que se paga carísimo y forma parte de una idea de que nosotros somos más europeos y mejores. Si no te das cuenta de ese cambio de rasante en la evolución de la cultura política española, es que no has salido de un sistema cultural que tiene la capacidad de ser auténticamente autosuficiente a pesar de tener una dimensión tan pequeña. De modo que no había cinismo, había ignorancia. (...)

Como gran buceador del pasado, ¿se atreve a hacer de oráculo? ¿Qué va a pasar en la Cataluña de la pospandemia?

A corto plazo, me atrevo a decir que hay un vacío de poder, una especie de calma chicha que creo que va a seguir. Recuerdo un artículo muy interesante de la transición sobre cómo se construyen los Estados nacionalmente compuestos. Decía que si en un territorio que representa una nacionalidad pequeña hay dos partidos que compiten por la hegemonía, ese territorio fracasa, porque la competencia facilita que la tensión entre ambas no sea productiva. Y eso está ocurriendo en Cataluña desde hace muchos años. Esa pugna entre Esquerra Republicana y Junts desempodera a la institución, no hay posibilidad de que recupere una autoridad para implementar políticas vinculadas a las competencias de la comunidad. Y eso genera una inquietud que, para una comunidad que se sentía punta de lanza del Estado autonómico, constata que otras autonomías pueden tener una gobernanza mejor. Eso no formaba parte del plan previsto. En el momento en que esa dinámica se modifique, con el pacto con PSC, se construirá un gobierno que se parece más a la sociedad catalana. Pero si eso no ocurre, habrá una lógica de desempoderamiento continuada y frustrante. Por otro lado, ahora mismo no hay fuerza suficiente para crear una tensión en España. Yo al menos lo veo así."                   (Entrevista a Jordi Amat, Alejandro Duque, Jot Down, septiembre, 1922)

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