"Si la humanidad se aniquila a sí misma, lo hará mediante el
estallido de la violencia nacionalista, y no de la violencia social”.
Así se expresaba en 1964 el filósofo británico de origen ruso-judío Isaiah Berlin en sus “Apuntes sobre el nacionalismo”.
Un texto que, junto a otros más recientes, compone una compilación de
reflexiones de este historiador de las ideas acerca de un fenómeno que
considera subestimado, en su potencial y trascendencia, por el
pensamiento político contemporáneo. (“Sobre el nacionalismo”, Ed. Página Indómita).
Pasados algunos años, el discurso de Isaiah Berlin
no ha perdido interés. Antes al contrario: por su profundidad y la
amplitud de la perspectiva histórica en que se sitúa, nos ayuda a
entender acontecimientos que se desarrollan ante nuestros ojos
causándonos perplejidad, desde el Brexit al conflicto catalán, pasando por toda una oleada de movimientos populistas que propugnan un “retorno a la soberanía nacional” en medio de una profunda crisis de las sociedades post-industriales y globalizadas.
Estos movimientos expresarían algo que Berlin veía ya perfilarse a finales del siglo XX: una suerte de revuelta mundial contra la tradición racional, liberal o socialista, “un confuso esfuerzo por retornar a una moral más antigua”.
El filósofo llama la atención sobre el surgimiento reciente del
nacionalismo en Europa, tras el impacto de la revolución francesa y las
guerras napoleónicas – en los desarrollos sociales anteriores había “otros focos de lealtad colectiva” -,
distinguiéndolo nítidamente de la existencia de una conciencia
nacional; es decir, la identificación con una lengua, una cultura, un
territorio, unas costumbres o unas vivencias históricas compartidas.
El
nacionalismo es la expresión inflamada, “patológica”, de dicha conciencia: “El
nacionalismo (representa) la elevación de los intereses de la unidad y
la autodeterminación de la nación al estatus del valor supremo ante el
cual todas las demás consideraciones, si así es necesario, deben quedar
relegadas”.
En todo nacionalismo subyace “la convicción de que el patrón de vida de una sociedad es similar al de un organismo biológico”, de tal modo que sus objetivos deben prevalecer “en caso de conflicto con otros valores”. Pues “la
unidad humana esencial, aquella en la que la naturaleza del hombre se
realiza totalmente, no es el individuo, o una asociación voluntaria que
puede ser disuelta, alterada o abandonada a voluntad, sino la nación”.
Esa perspectiva hace que “la
razón más convincente para albergar una creencia particular, seguir una
política particular, servir a un fin particular, vivir una vida
particular – es decir, particular de un grupo – es que esos fines,
creencias, políticas y vidas son las nuestras (…), las de mi nación”.
Pero, como fenómeno histórico que es, ¿sobre qué bases materiales y sociales ha podido surgir el nacionalismo? “Herir
el sentimiento colectivo de una sociedad no es condición suficiente.
(…) La sociedad debe contener en su interior, al menos en potencia, a un
grupo o clase que busca un foco para la lealtad y la
autoidentificación, o tal vez una base de poder, algo que ya no es
proporcionado por las antiguas fuerzas de cohesión – tribales,
religiosas, feudales, dinásticas o militares. (…) En algunos casos,
estas condiciones son creadas por el surgimiento de nuevas clases
sociales que buscan ejercer el dominio de la sociedad frente a los
antiguos gobernantes, seculares o clericales”.
Cabe preguntarse, sin embargo, ¿por qué semejante visión romántica ha
podido triunfar sobre las sólidas corrientes de pensamiento herederas
de la Ilustración?, ¿cómo ha podido arrastrar tales movimientos de masas
a lo largo de los dos últimos siglos y hasta nuestros días? El
nacionalismo se nutre, viene a decirnos Isaiah Berlin,
de la energía liberada por el desplazamiento de las placas tectónicas de
las sociedades en momentos de bruscos cambios históricos.
“Tiene lugar
entonces un esfuerzo por crear una nueva síntesis, (…) un nuevo centro
para la autoidentificación. Un fenómeno bastante familiar en nuestros
tiempos, presente en las turbulencias sociales y económicas”.
La crisis del orden neoliberal globalizado está provocando por doquier
bruscos desplazamientos sociales. Las grandes concentraciones
industriales de las viejas metrópolis han sido segmentadas por las
deslocalizaciones y las nuevas cadenas de valor. Millones de hombres y
mujeres que creían haberse asentado en un confortable estatus de clase
media se sienten amenazados y desconcertados.
Los Estados y sus
instituciones nacionales tienen menos poder de decisión que los consejos
de administración de un puñado de grandes corporaciones. Ningún
organismo parece capaz de embridar a los mercados financieros, ni
anticipar sus crisis. El cambio climático, cuyos efectos se hacen sentir
ya, propicia un sentimiento general de incertidumbre. Un brote
epidémico en China hace temblar las bolsas de todo el mundo.
En un
contexto así, ante la dificultad de establecer una gobernanza de la
globalización, surge la ilusión de un repliegue nacional, de “volver a hacer grande América”
o de retornar a los tiempos en que Inglaterra reinaba sobre los mares. O
devienen masivos movimientos secesionistas de regiones ricas, como es
el caso de Catalunya. En realidad, la nación idealizada que se invoca
nunca existió. Y aún menos podría levantarse sobre nuestras actuales
sociedades, profundamente mestizas e interconectadas.
Pero la fuerza
evocadora de la nación se revela potentísima, hoy como en el siglo
anterior. Berlin reprocha justamente a las corrientes
marxistas el hecho de haber subestimado ese tremendo potencial
movilizador, creyendo que el avance imparable del progreso social y
económico haría del nacionalismo algo obsoleto. Sin embargo, la Primera
Guerra Mundial vio a la Internacional Socialista sucumbir ante él. Poco
antes, no pocas voces proclamaban que “los intereses económicos de
los modernos Estados capitalistas harían por sí solos que las guerras a
gran escala resultasen imposibles”.
No falta tampoco hoy en día
quien pronostica un avance pacífico, a trompicones pero ineluctable,
hacia una armonización global. Perspectiva poco plausible. La
experiencia del Brexit debería aleccionarnos sobre el hecho de
que la racionalidad no siempre se impone en las grandes decisiones
nacionales; el capitalismo se transforma a través de convulsiones que
desestabilizan al conjunto de las clases sociales y obligan a las
propias élites a reconfigurarse. La exaltación nacionalista está a la
orden del día y el devenir de nuestras sociedades de nuevo en disputa.
¿Sería entonces mera ensoñación la perspectiva socialista? ¿Esa según la cual “quizás
podrían sobrevivir las diferencias nacionales, pero, al igual que las
características locales y étnicas, carecerían de importancia en
comparación con la solidaridad de los trabajadores del mundo, los
productores asociados que cooperarían libremente para aprovechar las
fuerzas de la naturaleza en beneficio de la humanidad”? No. Las
bases materiales de una transición al socialismo – la ciencia, la
cultura, la tecnología y la fuerza humana necesaria para llevarla a cabo
– hace tiempo que palpitan y se rebelan bajo el actual desorden
mundial.
El camino, sin embargo, será complejo. La izquierda necesita
revisar su propia historia, rearmarse organizativa, ideológica y
culturalmente para acometer una tarea ingente. Y será necesario que
comprenda “el explosivo poder generado por la combinación de las
heridas mentales no curadas y de esa imagen de la nación como una
sociedad de los vivos, los muertos y los que todavía no han nacido”.
“Una imagen siniestra”, debemos convenir con Isaiah Berlin." (Lluís Rabell, blog, 28/02/2020)
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