"(...) En la fase final del Proceso, cuando los dirigentes independentistas
aprobaron las leyes de desconexión, se conectaron definitivamente con la
masa y con su fuerza disuasoria.
Si hasta el 1 de octubre fueron
cumpliendo escrupulosamente todo lo que prometían -que cumplían con sus
compromisos fue siempre uno de sus rasgos más destacados- es porque
creían tener dos millones de personas detrás. Y entre ellas algunas
decenas de miles capaces de convertirse en una fuerza de choque,
pacífica, por supuesto.
Ese convencimiento era el resultado de las
coreográficas manifestaciones de los últimos 11 de septiembre y de la
ingrávida echo chamber que había construido durante muchos años
el ecosistema mediático catalán, de cuyo funcionamiento, como
demuestran los pintorescos argumentos de parte de la sentencia, los
jueces del Supremo no han llegado a tener ni la más puñetera idea.
La
potencia del ecosistema era tal que no solo influía a los nacionalistas.
Yo tuve en aquel tiempo muchas conversaciones con desmoralizados
constitucionalistas que veían inevitable la independencia, entre otras
razones, decían, porque el pusilánime Rajoy nunca se atrevería a destituir a un Gobierno y a meterlo en la cárcel.
Los
independentistas pensaban otra cosa fundamental. Jamás el Gobierno
respondería a su violencia con violencia. ¿Cómo iba a atreverse el
Gobierno a frustrar a palos la voluntad de las masas? Entre sus cálculos
nunca estuvo la posibilidad de que el Gobierno se arriesgara a que las
televisiones de medio mundo difundieran imágenes de violencia policial
contra pacíficos ciudadanos votando.
El acuerdo entre Puigdemont y Trapero
aseguró la inutilización de los Mossos: ni antes ni durante trabajaron
para impedir el referéndum. Y la larga jornada del día 20 ante el
Departamento de Economía, que fue planeada como un ensayo general de la
pacífica violencia necesaria para impedir el ejercicio de la ley
española, les dio singulares esperanzas.
El 1 de octubre se cumplieron en parte. Las masas tomaron los centros de
votación desde bien temprano. A casi todos ellos llegó una pareja de mossos.
Venían a cumplir la ley y a llevarse las papeletas y las urnas. Pero la
masa les impedía el paso. La violencia instrumental, funcional y
preordenada de la masa. Y solo esa violencia. Los mossos se volvían con el rabo entre las piernas -hasta las mosses-,
porque ésas eran las instrucciones y su pasividad la otra indispensable
violencia, instrumental, funcional y preordenada. Sin embargo, se
produjo lo inesperado.
Patrullas dispersas de Policía española acudieron
a varios centros de votaciones y respondieron a la violencia de los
manifestantes con la violencia de la ley. Una actuación logísticamente
desordenada, incluso caótica, casi siempre de contención ejemplar, que
se saldó con la única desgracia grave de un ojo.
Aunque nadie podría
llamar referéndum a aquello, la Policía no pudo impedir que las
votaciones continuaran. Pero su intervención acabó con el Proceso, aquel
día mismo. Y lo hizo de un modo paradójico. Es verdad que las
televisiones y webs de medio mundo emitieron esas imágenes poco
prestigiosas. Pero entre ellas estaban las catalanas. Cientos de miles
de catalanes supieron aquel día que en el choque de dos violencias había
perdido la suya.
Desde el 1 de octubre de 2017 la violencia independentista se acabó
en Cataluña. Nadie volvió ni ha vuelto a salir a la calle. Salir a la
calle tiene su coste: lo expresaron con claridad unos cuantos policías,
haciendo uso de una diezmillonésima parte de la fuerza del Estado.
Inercialmente, los acontecimientos siguieron su triste curso e incluso
se proclamó la independencia -celebrada en la calle por pocos centenares
de patriotas irredentos-, porque a Puigdemont le resultó más fácil
dejarse ir que asumir la dura ascesis de la derrota. Pero la violencia
de la masa, partera de la historia, hizo su mutis definitivo.
Lo
que ahora y durante unas pocas noches habrá en este lugar donde escribo
son solo fuegos fatuos. Llamitas que en los pantanos y cementerios se
elevan de las sustancias en putrefacción." (Arcadi Espada, El Mundo, 17/10/19)
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