"(...) ¿Qué alimentó el
súbito y espectacular crecimiento del independentismo, que siempre había
existido pero con apoyos muy limitados?
Muchos observadores y analistas
destacan la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010 anulando
algunos artículos del Estatuto de Autonomía aprobado en 2006 –en
sustitución del de 1979- como el punto de arranque de la ola
independentista.
En efecto, la sentencia, precedida por una serie de
maniobras propiciadas por el Partido Popular (PP) –entre ellas, el
bloqueo de la preceptiva renovación de magistrados del Tribunal y la
recusación de uno de sus miembros- que dañaron gravemente la imagen del
alto tribunal, y la amplia campaña contra el Estatuto impulsada
igualmente por el PP a partir de un agresivo discurso nacionalista
español, y que incluyó el recurso de inconstitucionalidad, causó un
notable malestar en sectores significativos de la sociedad catalana y lo
que el presidente socialista de la Generalitat en aquel momento, José
Montilla, denominó una creciente “desafección” respecto a España4.
Sin embargo, una
relación causa-efecto entre la sentencia y el crecimiento del
independentismo no está tan clara. De hecho, la campaña del Partido
Popular contra el Estatuto no impidió que, después de las elecciones al
Parlamento catalán de noviembre de 2010, cuando la coalición
nacionalista CiU –Convergència i Unió–
recuperó el poder perdido en 2003, gobernara con al apoyo parlamentario
del PP. Durante dos años, el gobierno de CiU, que se definió como business friendly,
aplicó con el apoyo del PP una política de dura austeridad que desató
importantes protestas sociales.
En junio de 2011, el presidente de la
Generalitat, Artur Mas, y otros miembros del gobierno, tuvieron que
llegar a la sesión del Parlamento que debía aprobar los presupuestos de
la Generalitat en helicóptero por la presencia de miles de manifestantes
“indignados” por los “recortes” en las políticas sociales. Por otra
parte, empezaron a emerger casos de corrupción que afectaban de lleno a
CiU.
En este contexto, Convergència Democràtica de Catalunya (CDC),
el socio mayoritario de la coalición CiU, en un súbito giro
estratégico, abrazó el ideario independentista, siempre presente en su
seno pero muy minoritario. Apenas dos años antes, el líder de la
formación, Artur Mas, había rechazado explícita y reiteradamente5, adoptar un programa independentista con el razonable argumento que dividiría profundamente a la sociedad catalana.
En noviembre de
2012, Artur Mas convocó unas elecciones anticipadas tras la primera gran
manifestación independentista del 11 de Septiembre y después de la
negativa del gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy a su propuesta
de establecer un “pacto fiscal” que mejorara significativamente la
financiación catalana. Rajoy tenía argumentos sólidos para tal rechazo:
en otoño de 2012 la situación de la economía española era crítica, con
el “rescate bancario” aprobado por la UE pocos meses antes, y, por otra
parte, era reciente –de 2009- la última reforma del modelo de
financiación de las Comunidades Autónomas, una reforma propiciada y
valorada muy satisfactoriamente por gobierno de la Generalitat y por la
mayoría de grupos políticos catalanes, aunque no por CiU, entonces en la
oposición.
Los resultados de
las elecciones anticipadas de noviembre de 2012, convocadas por Artur
Mas para lograr una mayoría absoluta al menos en escaños, se saldaron
con una considerable pérdida de votos y de diputados de CiU6, lo que obligó a la coalición nacionalista a gobernar con el apoyo parlamentario de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), un partido de orígenes y trayectoria federalista pero reconvertido en independentista desde los años 907.
Por otra parte, a
partir de 2011 entró en escena una asociación, la Asamblea Nacional
Catalana (ANC) que, agrupando a distintos colectivos independentistas y
junto con otra creada décadas antes, Omnium Cultural, se convirtió en el
núcleo fundamental de un intenso activismo que, con el abierto apoyo
del gobierno de la Generalitat y de sus medios de comunicación, logró en
poco tiempo una notable implantación a lo largo de toda la geografía
catalana.
En este periodo, y
en un contexto de crisis económica y de profundo malestar social, el
independentismo articuló un discurso que mostró una notable capacidad de
persuasión, especialmente aunque no exclusivamente, entre las extensas
clases medias nacionalistas. El “relato” independentista incluye
historia, denuncia de maltrato del Estado y la promesa de un futuro
luminoso, apelando mucho más a las emociones que a las razones.
Por una
parte, ha rescatado un relato histórico caracterizado por una mítica
procedente de la historiografía romántica, con un particular énfasis en
el final de la Guerra de Sucesión en 1714 –que propició multitud de
actos conmemorativos en el tricentenario celebrado en 2014- presentado
como el momento de la pérdida de una inexistente independencia de
Cataluña, aunque sí significó la supresión de instituciones catalanas de
origen medieval a partir de los decretos de Nueva Planta y la
imposición del absolutismo borbónico8.
En el relato de un revivido nacionalismo esencialista, Cataluña, una
nación milenaria que había perdido su Estado en 1714, tenía ahora la
oportunidad de recuperar su libertad solo posible mediante la
independencia. Además, se apelaba al derecho de autodeterminación,
prescindiendo de su delimitación en el derecho internacional, como un
derecho natural del pueblo catalán, superior a cualquier otro derecho y
marco normativo.
El relato sobre la
historia ha ido acompañado de la denuncia del “maltrato” continuado del
Estado español. El foco se ha situado en el denominado “expolio fiscal”
sufrido por Cataluña, es decir, en una aportación vía impuestos al
Estado muy superior al gasto de la Administración central en Cataluña.
Para muchos políticos y publicistas independentistas, la “Cataluña
laboriosa” sufre una auténtica sangría de recursos a favor de la “España
subsidiada”.
De poco ha servido la aparición de numerosos estudios
académicos que demuestran la insostenibilidad de tales argumentos9.
El eslogan “España nos roba” ha logrado penetrar en una parte amplia de
la sociedad catalana. Claro está que lo anterior ha sido favorecido por
una persistente desatención de la Administración central, especialmente
en todo lo relativo a las infraestructuras.
Déficits de inversión en la
red ferroviaria de cercanías y de media distancia, en las conexiones
con el aeropuerto de Barcelona, y, singularmente, la extrema lentitud en
la construcción del Corredor Mediterráneo, que debe conectar todo el
este peninsular con Francia, han alimentado la percepción de un maltrato
del gobierno central, que puede ejemplificarse con facilidad a partir
de la distancia entre la fecha de llegada a Barcelona del Tren de Alta
Velocidad, en 2008, y la inauguración de la primera línea entre Madrid y
Sevilla en 1992, dieciséis años antes.
Todo lo anterior ha
ido acompañado de la promesa de un futuro casi idílico. Sostiene el
independentismo que una Cataluña independiente –que sería sin duda
viable si la separación del Estado español fuera de mutuo acuerdo y si
hubiera una incorporación inmediata a la Unión Europea- dispondría de
recursos suficientes –desaparecido el “expolio fiscal”- para asegurar a
sus habitantes unos niveles de bienestar muy superiores a los actuales.
Así, los servicios públicos –sanidad, educación, protección social,
comunicaciones, etc.- dispondrían de muchos más recursos, incluyendo
unas pensiones para los jubilados sustancialmente incrementadas, el paro
sería bajo, los empleos serían de mayor calidad, los salarios más
altos, y un largo etc. Todo ello convertiría Cataluña en un país
envidiable, para algunos líderes como Artur Mas en la “Dinamarca del
Mediterráneo”10.
Si a ello se añaden los “valores” intrínsecos de los catalanas, para
algunos incluso derivados de su ADN, tales como la paz, la tolerancia,
el dialogo, o la capacidad de integración social, etc. se estaría ante
un auténtico país de ensueño. La independencia ha sido en los últimos
años como un inmenso contenedor en el que se podían depositar todos los
sueños.
El proyecto de este
“nuevo país” se ha contrapuesto, sobre todo en los años más duros de la
crisis económica, con una España presentada al borde de la bancarrota,
casi como un “estado fallido”. El líder de ERC, y actual vicepresidente
del gobierno del Generalitat, Oriol Junqueras, no dudó en repetir a
menudo que España era un buque que se hundía y que era necesario
abandonarlo para salvarse.
Ello introducía la urgencia en alcanzar la
independencia; “tenemos prisa” han repetido los propagandistas del
independentismo en los últimos cinco años. Prisa para saltar del barco
español y también para salvar una Cataluña agónica cuya supervivencia
está amenazada.
Por último, el
independentismo ha sostenido que lograr ese “nuevo país” estaba al
alcance de la mano, dependiendo solo de la voluntad de los catalanes
para alcanzarlo. Los obstáculos han sido negados o minimizados. Se ha
repetido continuadamente que en pleno siglo XXI el Estado español no
tendría otra opción que aceptar la independencia y que la Unión Europea
acogería con entusiasmo un nuevo estado tan europeísta como Cataluña.
Así de fácil. Todas las opiniones cuestionando tales afirmaciones han
sido rechazadas, denunciándolas como catastrofistas, como amenazas
interesadas o, peor aún, como el recurso para provocar el miedo y
desanimar al “pueblo catalán” para que desistiera de alcanzar su destino
manifiesto.
Dirigentes políticos con máximas responsabilidades han
sostenido reiteradamente que era imposible que Cataluña quedara fuera de
la UE ni un minuto, simplemente porque sus tratados no contemplaban la
expulsión de ciudadanos de la Unión.
Historia, agravios y
utopía han dado lugar a la afirmación de las convicciones
independentistas en una parte notable de la sociedad que, además, ha
sido notablemente impermeable a las críticas a tales argumentos, por muy
fundamentadas que estuvieran11.
Pero, pese al
formidable activismo independentista y a la constante movilización,
indicadores de actitudes y de intención de voto no han confirmado, al
menos hasta hoy, la existencia de una amplia mayoría social favorable a
la independencia, más bien al contrario. Estamos ante un caso, nada
excepcional por otra parte, de falta de correspondencia entre un sector
social amplio y muy movilizado y una efectiva mayoría social
identificada con sus posiciones y con su proyecto.
Así, las encuestas
sobre la identidad de los ciudadanos de Cataluña muestran de forma
persistente que dos tercios de la población se identifica a la vez como
catalana y española. Quienes se identifican exclusivamente como
catalanes oscilan alrededor del 30% aunque muchos menos lo hacen como
exclusivamente españoles. Por otra parte, quienes en encuestas se
manifiestan partidarios de la independencia oscilan entre un 40 y un
45%, desde luego una parte muy considerable de la población, pero no la
mayoría12.
Las elecciones
“plebiscitarias” de septiembre de 2015 mostraron la distancia entre la
imagen de un muy mayoritario independentismo y los apoyos en un proceso
electoral con una elevada participación.
Por su carácter pretendidamente
plebiscitario y para agrupar a todo el voto independentista se formó
una coalición, Junts pel Sí (JxS), integrada
por la casi totalidad de partidos independentistas, por las entidades
sociales del mismo signo, y por grupos formados por quienes habían
abandonado formaciones políticas que rechazaban el proyecto
independentista13.
Junts pel Sí obtuvo un decepcionante 39,57% de los votos14.
Sumando los sufragios obtenidos por la CUP (Candidaturas de Unidad
Popular), una amalgama de independentistas de extrema izquierda, el
independentismo alcanzó el 47,7% de los sufragios. Como confesaron en un
primer momento algunos líderes independentistas, habían ganado las
elecciones parlamentarias pero habían perdido el plebiscito.
Ante tal resultado, la coalición independentista Junts pel Sí,
podía renunciar a lo establecido en su programa, consistente en
proclamar la independencia en 18 meses, al constatar la insuficiencia de
apoyo electoral, y abrir una etapa de gobierno buscando al mismo tiempo
ampliar los apoyos tanto sociales como electorales al proyecto
independentista. Sin duda ello habría comportado la decepción y la
desmovilización en sus bases, rompiendo el espejismo de contar con el
apoyo de la mayoría de la sociedad.
Otra fue la opción
tomada por JxS: el pacto con la CUP para formar una mayoría
parlamentaria, sacrificando incluso al candidato a la presidencia de la
Generalitat, Artur Mas, vetado por la CUP, e iniciando una hoja de ruta
hacia la independencia que ha estado continuadamente condicionada por
los planteamientos radicales de los aliados minoritarios, lo que ha dado
lugar a tensiones y conflictos, hasta ahora siempre superados.
La CUP y
las entidades sociales independentistas reintrodujeron el objetivo de
celebrar un referéndum –que no formaba parte del programa de JxS, ya que
las elecciones “plebiscitarias” eran la alternativa al referéndum-
incluso vulnerando la legalidad, a partir de la posición de la CUP de
negar legitimidad al orden constitucional vigente y de propugnar una
política de “desobediencia” al Estado.
Esta es la
estrategia que llevó a las sesión del Parlamento celebrada del 6 al 8 de
septiembre en las que, vulnerando las propias normas parlamentarias y
en abierta violación del Estatuto de Autonomía15,
la mayoría independentista de 72 diputados que representa a menos del
50% de los votantes aprobó una ley de referéndum y una ley de
“transitoriedad jurídica” que suponen una abierta y proclamada ruptura
del orden constitucional, apelando a una soberanía sin límites del
Parlamento –más exactamente de la mayoría parlamentaria-, en una
doctrina desconocida en cualquier democracia.
Este es el momento
desencadenante de la situación actual. Las leyes fueron suspendidas por
Tribunal Constitucional, renovado y que ha tomado todas sus decisiones
respecto al conflicto catalán por unanimidad, pero el gobierno de la
Generalitat proclamó que no reconocía al alto tribunal. A partir de aquí
los acontecimientos se han precipitado hasta la tensa situación actual.
En primer lugar, se
han desmentido con rotundidad muchas de las afirmaciones sostenidas por
el independentismo durante los últimos cinco años. Pero, ¿puede
sorprender que el gobierno español esté dispuesto a utilizar todos los
recursos legales en sus manos para impedir que se vulnere la
Constitución, el Estatuto de Autonomía y la legalidad vigente? Lo que
sería realmente inimaginable es que no lo hiciera.
Por tanto, o los
dirigentes independentistas han sido de una ingenuidad difícilmente
perdonable en personas que ejercen cargos de elevada responsabilidad
política, o han mentido a conciencia para mantener una movilización que
tal vez creen que hubiera flaqueado si se explicaban con sinceridad las
extraordinarias dificultades para lograr una separación casi sin coste
alguno.
Y si la ingenuidad
es muy difícil de aceptar, aunque no imposible a la vista de algunas
opiniones y actitudes, parece más probable la tesis de la provocación.
Es decir, consciente el independentismo de su debilidad al no haber
logrado una amplia mayoría en las elecciones de septiembre de 2015, se
trataría de tensar la situación hasta el máximo para obligar al gobierno
central a adoptar medidas extraordinarias que permitieran multiplicar
la denuncia de un Estado español autoritario y maltratador de Cataluña, y
de esta manera lograr para la causa del independentismo un incremento
sustancial de adeptos, una opción realmente peligrosa y de muy incierto
resultado.
Hay que decir que
tal estrategia ha tenido notables éxitos parciales, con la inestimable
ayuda de la extraordinaria torpeza del gobierno del PP, que se suma a su
absoluto inmovilismo durante 5 años en cuanto a la formulación de
propuestas políticas que al menos intentaran reconducir la situación,
con una intervención policial para impedir el referéndum el 1 de octubre
que ha constituido la mejor publicidad internacional de la causa
independentista.
No obstante,
también ha quedado meridianamente claro el rechazo de la Unión Europea a
una Cataluña independiente, no solo por la condena a la vulneración el
orden constitucional español sino porque la fragmentación de los estados
miembros atenta directamente contra el proyecto de unidad europea, algo
bastante evidente pero negado constantemente por el independentismo.
Por otra parte, las reiteradas llamadas del independentismo para lograr
la intervención europea han sido desoídas.
Además, la
inestabilidad política ha generado a partir del 1 de octubre un
espectacular movimiento de salida de sedes sociales y de sedes fiscales
de grandes empresas, empezando por los dos bancos catalanes y sus grupos
industriales y de servicios que ha tenido un gran impacto en la
sociedad. En apenas 20 días, la lista de empresas –más de 1.000- que han
trasladado sus sedes fuera de Cataluña es espectacular, incluyendo
empresas emblemáticas en sectores fundamentales de la economía catalana.
Si la estrategia de
la provocación ha dado frutos, el independentismo también ha cometido
tres grandes errores.
El primero, ignorar la complejidad de la sociedad
catalana, muy alejada de esa Cataluña que según algunos propagandistas
hace ya tiempo que ha “desconectado” de España y que tiene su máxima
expresión en territorios y espacios muy homogéneos identitariamente. Más
importante es el segundo error: la confusión del gobierno del PP con el
Estado, es decir con el ordenamiento constitucional y las instituciones
de una sin duda muy imperfecta democracia pero que goza de legitimidad
interior e internacional.
Tal error ha dejado al independentismo sin
apenas interlocutores en el resto de España, mucho más cuando se ha
identificado con frecuencia no solo al PP con el Estado sino a éste con
España y su ciudadanía.
Por último y no menos importante, un error casi
incomprensible: la reiterada proclamación por parte de los dirigentes
del independentismo, y desde el inicio del proceso, de estar dispuestos a
vulnerar la legalidad constitucional y estatutaria, y a desobedecer
resoluciones y sentencias judiciales, empezando por las del Tribunal
Constitucional. Con tal carta de presentación, poco puede extrañar el
fracaso en la obtención de apoyos significativos en el exterior. (...)
Nadie es capaz de prever el desenlace de esta situación. Una parte notable del independentismo, aun sin disponer de ninguna legitimidad para ello, pretende proclamar la independencia, lo que supondría la culminación de la estrategia de la provocación.
El gobierno de la Generalitat y la mayoría parlamentaria
independentista fundamenta tal proclamación en el “mandato” del
referéndum del 1 de octubre, interferido por la acción judicial y
policial sin un escrutinio transparente, realizado por los propios
convocantes, y por tanto sin garantías en cuanto a los datos proclamados
y con muchas evidencias de manipulación16.
En todo caso, la participación según los datos de la Generalitat apenas
superó el 40% con una aplastante mayoría de votos afirmativos, lo que
indica que no participaron quienes rechazaron tal referéndum sin
garantías precisamente por su carácter. (...)"
(Pere Ysàs i Solanes, Catedrático de Historia Contemoránea de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), Crónica Popular, 10/06/19)
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