"Los tiempos interesantes han resultado ser tiempos extenuantes: la
crisis constitucional provocada por el independentismo catalán, cuya
fase más intensa se ha desarrollado durante el pasado mes de octubre, ha
mantenido a los ciudadanos españoles en un estado de permanente tensión
política.
Por remota que fuera, la posibilidad de que el país se
desmembrase nos ha tenido en vilo, pendientes de los medios de
comunicación y atentos a las interpretaciones que pudieran hacerse de
cada nuevo suceso. (...)
la crisis catalana ha afectado especialmente al ánimo de los ciudadanos
españoles: no sólo por su mayor cercanía, sino porque ha amenazado con
quebrantar el orden democrático que disfrutamos desde hace cuarenta
años. En otras palabras, el proyecto secesionista atañía al Estado más
que al Gobierno y así hemos terminado por comprenderlo.
Nuestra atención
ha estado, así, centrada a tiempo completo en el problema, lo cual no
deja de tener mérito en una esfera pública digitalizada donde las
distracciones son innumerables. Estamos, pues, agotados. (...)
podemos descartar que el fenómeno separatista vuelva a adquirir en el
futuro próximo la intensidad que ha conocido estas semanas. Una
intensidad que ha hecho las delicias de los profesores de Ciencia
Política de todo el continente, pues son muchos los temas centrales a la
disciplina que se han visto allí encarnados con la fuerza viva del
ejemplo: democracia, demos, nación, Estado, identidad,
justicia, violencia, insurrección, imperio de la ley, límites
constitucionales, símbolos, redes sociales, populismo, anticapitalismo.
¡Cataluña como herramienta pedagógica! Pedagógica también, dicho sea de
paso, para unos ciudadanos que han reaccionado con admirable mesura en
defensa del orden constitucional, disipando los temores de quienes, tras
aparecer las primeras banderas, alertaban ya del siniestro renacimiento
del viejo nacionalismo español.
Pero antes de empezar a pensar en otras cosas, hagamos un ejercicio de
reflexión encaminado a identificar algunas de las lecciones que pueden
extraerse ‒siquiera sea provisionalmente‒ del intenso episodio
independentista. (...)
en esos momentos no sólo podíamos comprender de golpe mucho
de lo que habíamos leído en pensadores o testigos del pasado, sino que,
abrumados por la fuerza desestabilizadora de los acontecimientos,
podíamos también sentirnos como ellos. He ahí, pues, el
fundamento de una experiencia epistémica completa.
De esta manera, la
crisis catalana funciona como un ejercicio hermenéutico de doble
dirección: los textos del pasado se nos iluminan de repente como guías
para entender el presente y los acontecimientos vividos nos llevan a
comprender mejor lo que ya habíamos leído. Aunque no todas las lecciones
son del mismo tipo; otras tienen que ver con los fenómenos observados y
su impacto sobre la teoría con que tratamos de interpretarlos.
Siguen, en forma de esbozo y sin vocación exhaustiva, algunas de esas posibles lecciones.
1. La desesperación y el pesimismo que marcaron a un buen
número de intelectuales del siglo XX se nos han hecho de golpe
inteligibles.
Maleducados por un largo período democrático
acolchado por el bienestarismo de cuño europeo, disfrutábamos del fin de
la historia sin acertar del todo a comprender por qué significativas
corrientes del pensamiento occidental del pasado siglo habían caído en
el fatalismo teórico.
La primera generación de la Escuela de Fráncfort
es quizás el ejemplo más egregio; recordemos que György Lukács les
reprochó haberse instalado en el Hotel Abgrund, u Hotel Abismo,
desde donde anunciaban el apocalipsis y acusaban a la mismísima razón
de ser totalitaria. Pero no son sólo ellos: también pensadores como
Heidegger, Strauss, Arendt o Voegelin, por no hablar de novelistas como
Roth o Mann o Céline, se nos hacen ahora ‒en toda la pluralidad de sus
desesperaciones‒ más comprensibles que antes.
No estamos donde
ellos estuvieron, ni seguramente habríamos llegado a estarlo. Pero si
recordamos los primeros días de octubre, y evocamos las imágenes que nos
dejaron, podemos aún sentir el estremecimiento del desorden civil: las
calles llenas de huelguistas, los escraches a las fuerzas de seguridad,
los mossos cantando Els Segadors ante la multitud
enardecida, conatos de violencia entre ciudadanos, la extrema izquierda
alinéandose con el separatismo para forzar un cambio de régimen. Ha
salido bien, pero podría haber salido mal. (...)
2. Los acontecimientos políticos poseen una lógica propia y en momentos de agitación no resulta fácil encauzarlos.
La
denominada «hoja de ruta» soberanista constituyó desde el primer
momento una muestra de megalomanía intelectual, dada la imposibilidad de
controlar las reacciones e iniciativas de los distintos actores que
participan en el proceso político dentro de una sociedad plural. (...)
En realidad, ni los números ni las condiciones sociológicas daban para
tanto en Cataluña: ha habido conatos revolucionarios y momentos de
insurrección, pero el sosiego con que fue saludada la declaración
parlamentaria de independencia muestra ‒retrospectivamente‒ cuánto de
simulacro tenía el entero proyecto soberanista.
Sin embargo, en esos
momentos de zozobra se nos hizo posible comprender lo incomprensible:
que tantas comunidades humanas hayan terminado en el pasado desgarradas
por un fanatismo político que terminó por conducirlas a la guerra, el
conflicto civil o la revolución. «¿Cómo fue posible?» es una pregunta
que ya no tendremos que hacernos: podemos imaginarlo.
3. La política tiene una relación directa con la peligrosidad
humana y los contrafuertes liberales no han sobrevivido históricamente
por casualidad.
Acostumbrados a movernos en el orden de un
discurso tremendista e hiperbólico, producto de la competición electoral
y la creciente medialización social, habíamos olvidado que la política
sirve para canalizar unas diferencias humanas que demasiado fácilmente
pueden conducir a situaciones de violencia o desorden.
Esta crisis,
provocada por una ideología cuyas responsabilidades en el catastrófico
siglo XX no pueden ser exageradas, nos ha recordado que la política no
sólo sirve para alcanzar acuerdos y expandir derechos, sino,
primeramente, para construir una comunidad razonablemente ordenada que
garantice la libertad de todos sin imponer la voluntad de nadie.
Hemos
redescubierto así las virtudes del orden constitucional liberal y el
sentido que poseen sus instituciones, del imperio de la ley a la
división de poderes, frente a la difusa alternativa representada por la
dictadura soberana o la democracia aclamativa que el independentismo
‒pese al alto concepto democrático que tiene de sí mismo‒ ha abrazado en
su loca carrera hacia una independencia fracasada.
4. La fuerza de las creencias ha regresado a la primera línea
de la vida democrática, enseñándonos que incluso en pleno siglo XXI una
sociedad próspera y democrática puede apoyar masivamente un objetivo
político delirante cuya fuerza de persuasión depende de afirmaciones
falsas y emociones primarias.
Había ya un precedente: el
Brexit. Pero en este caso, al menos, se respetaron las normas
democráticas que con tanto desenfado se han vulnerado en Cataluña. En
todo caso, la noticia está en la credulidad colectiva, cuyos mecanismos
hemos podido observar a diario gracias a esa lente de precisión que son
las redes sociales, notable archivo para la futura intrahistoria social.
No podemos determinar con exactitud cuántos nacionalistas estaban
dispuestos a sacrificar su bienestar material en beneficio de la
independencia, pues muchos parecían interpretar la fuga de empresas ‒e
incluso el rechazo de la Unión Europea‒ como movimientos tácticos
forzados por una situación confusa.
En fin de cuentas, buena parte de la
propaganda soberanista se basaba en la idea de que abandonar España
aumentaría la renta disponible catalana, algo que en las vísperas del
referéndum llegó a subrayarse directamente ante los pensionistas: a más
tocaremos en el reparto si nos vamos. En ese sentido, hemos asistido a
un continuado ejercicio de defensa de las propias creencias: para evitar
su propio desengaño, el independentista ha recodificado los hechos
desfavorables y sigue haciéndolo incluso hoy, una vez restaurado el
orden constitucional y derrotada por incomparecencia la tan ansiada
República Catalana.
Hemos asistido así a un fenomenal episodio de
política sentimental, en el que las percepciones venían ya condicionadas
por un marco mental de fuerte valencia emocional que las elites
independentistas han venido promoviendo durante los últimos años, si no
décadas.
5. La felicidad política puede ser embriagadora y el caso
catalán nos permite comprender mejor el entusiasmo insurreccional de los
años sesenta.
Se ha hecho ya referencia en este blog a la «felicidad política»
de la que habla Hannah Arendt; aquella que surgiría allí donde una
comunidad humana actúa concertadamente en pos de algún objetivo y
descubre, por el camino, que hacerlo es a la vez reconfortante y
divertido. Seguramente, cabría añadir, porque nos proporciona un sentido.
Y un sentido que nos vincula al grupo, con las emociones y el
entretenimiento correspondientes: ahí estaban los grupos de jubilados
saliendo de manifestación, las familias que llevaban a sus hijos
pequeños a votar en el referéndum prohibido por el Tribunal
Constitucional, los estudiantes haciendo la revolución. Es una felicidad
tan inclusiva (sensación de grupo) como adversativa (resistencia contra
un poder tenido por injusto).
Pero es una felicidad embriagadora que
puede, demasiado fácilmente, convertirnos en justicieros de nuestra
propia causa, anulando de paso toda capacidad de reflexión individual, y
no digamos colectiva: sólo vemos el fin sin reparar en los medios,
olvidando que los medios terminan por contaminar los fines.
Que esa
felicidad insurreccional se haya producido en una comunidad rica y no se
haya limitado ni mucho menos a los habitantes del medio rural, sino que
de hecho haya sido compartida por muchos jóvenes urbanos con educación
superior, abre otra ventana epistémica: la que da directamente sobre las
revueltas estudiantiles de los años sesenta. (...)
6. La hipótesis populista era esto. Se ha señalado con
acierto que el movimiento secesionista no habría alcanzado jamás la
fuerza exhibida estos últimos años si el nacionalismo catalán no hubiera
encontrado un inesperado aliado en el populismo de izquierda nacido
tras la Gran Recesión.
De aquí proviene el grueso de los así llamados
«independentistas no nacionalistas» que han creído encontrar en la
separación de España la oportunidad para construir un nuevo «socialismo
de un solo país», jugando a la contra del capitalismo globalizado y la
Europa de los mercaderes. (...)
Se hace así necesaria una revisión de la teoría política radical a la
luz de los hechos de octubre, momento en que se puso de manifiesto a
pocos kilómetros de distancia que el sueño nacionalpopulista produce,
sí, monstruos antidemocráticos.
Dejémoslo aquí. Capítulo aparte merecen el papel de las redes sociales y
la inevitable superficialidad de la mirada extranjera, que ha mermado
el prestigio de los medios internacionales y nos hace sospechar de la
presunta exactitud de sus representaciones.
Pero tiempo habrá de volver
sobre ello y de desarrollar con más calma estas conclusiones
provisionales; por lo demás, será asimismo inevitable que la experiencia
catalana se convierta, como el propio Brexit, en un recurso habitual
para la teorización democrática. De momento, sin embargo, detengámonos a
coger un poco de aire." (Manuel Arias Maldonado, Revista de Libros, 01/11/17)
No hay comentarios:
Publicar un comentario