"(...) Cuanto más ha avanzado el “procés”
catalán, más se ha ido configurando como el movimiento secesionista de
las clases medias de una región europea rica, que caen en la ilusión de
que les iría mejor separándose de la “España subsidiada”.
El conocido “España nos roba” reproducía como un eco el “Roma ladrona”
de la Liga Norte italiana, del mismo modo que el mito de los 16.000
millones de déficit fiscal se corresponden con aquellos 350 millones de
libras que, supuestamente, la UE succionaba cada semana a Gran Bretaña y
que se convirtieron en una de las mentiras más eficaces de la campaña
del “Brexit”.
Naturalmente, en el movimiento independentista
coexisten –cada vez con mayor dificultad por cuanto a su representación
política se refiere– muchas ideas y sensibilidades. Y no pocas atribuyen
a ese movimiento potencialidades progresistas.
Sin embargo, cuando el
independentismo quiso definir una República el 7 de septiembre de 2017,
esbozó un régimen autoritario y populista, con el poder judicial
sometido al gobierno y la futura representación constituyente de la
ciudadanía encorsetada por una expresión previamente establecida de “los designios del pueblo”.
Y cuando los partidos independentistas pensaron en cómo sostener esa
hipotética República, que difícilmente iba a encajar en los estándares
europeos… concibieron transformar Catalunya en un paraíso fiscal. “Andorra con vistas al mar, ése es su proyecto”,
dijimos en alguna ocasión desde el grupo parlamentario de CSQP.
Del
mismo modo que, al discutir ciertas leyes, como la referida a una
Agencia Catalana de Protección Social, advertimos de que la ruptura del
sistema único de pensiones sólo podía llevar a una competición, a la
baja en prestaciones, entre la clase trabajadora del nuevo Estado y su
homóloga española.
¿Por qué surgían esas ideas retrógradas en el
independentismo? Evidentemente, una parte de sus dirigentes, vinculados a
determinados negocios poco dependientes del mercado español o
aspirantes a devenir testaferros de grades operaciones especulativas,
podía identificarse con aquel esbozo de un pequeño Estado parásito,
incrustado en los intersticios del sistema financiero mundial.
Una
hipótesis difícilmente compatible con una democracia representativa
plena y con la preservación de los derechos sociales. Desde ese puno de
vista, había una lógica interna entre la ensoñación del paraíso fiscal y
el régimen esbozado el 7 de septiembre – un “no Estado de Derecho”, proclive a constreñir la lucha de clases.
Pero, más allá del atractivo que semejante perspectiva pudiera ejercer sobre determinadas élites procesistas –y por encima de los deseos los sectores de izquierdas del independentismo– eran las poderosas fuerzas de la globalización las que dominaban el imaginario y dibujaban los inquietantes contornos de esa República.
En un compendio de artículos recientes, el economista crítico Thomas Piketty (“Ciudadanos, a las urnas!”.
Siglo XXI editores) evoca una situación, vivida hace algún tiempo por
Francia, que guarda muchas similitudes con nuestro actual debate acerca
de la venta de armas a la sanguinaria monarquía saudí.
“Fue
necesario que miles de personas murieran en Ucrania y que pasaran meses
de titubeos culposos para que Francia, finalmente, accediera a
suspender de manera provisional sus envíos de armas a Rusia. Todo esto
con tal de vender fragatas que representan apenas un poco más de 1.000
millones de euros…”.
Un comercio que Piketty considera inaceptable en términos humanos y geopolíticos, pero que le lleva a esta significativa reflexión:
“En
la nueva economía-mundo, el costo de ser un país pequeño se ha vuelto
exorbitante: terminamos por aceptar cosas cada vez más inaceptables que
contradicen nuestros valores. Con tal de arañar algunos millones de la
exportación, venderíamos lo que fuese a quien fuese. Estamos dispuestos a
ser un paraíso fiscal, reducir los impuestos a multinacionales y
oligarcas antes que a las clases medias y populares, aliarnos con
emiratos árabes… Todos los países europeos, incluidos Francia y
Alemania, se verán cada vez más en la situación de países minúsculos,
listos para padecer y sacrificarlo todo.”
Francia y Alemania, “países minúsculos”…
¿Qué sería entonces de una República Catalana que nacería endeudada,
con una hacienda propia por construir y necesitada de financiación? ¿Qué
otro camino le quedaría sino el recurso al dumping social y la entrega más absoluta al dictado de los mercados? Lejos de alcanzar una mítica soberanía nacional,
esa independencia tendría todos los números para convertirse en la
antesala de una redoblada esclavitud para la mayoría social del país.
El proyecto de una izquierda transformadora, no sólo
no puede mostrar connivencia alguna con la idea de una secesión
territorial, sino que debería ser capaz de oponer a semejante aventura
una alternativa democrática, basada en la cooperación y la fraternidad.
Por ese camino iban los debates y reflexiones que, el pasado 6 de
octubre, fluyeron en el multitudinario encuentro de l’Hospitalet –“Por una España federal en una Europa federal”– organizado por Federalistes d’Esquerres. (...)
“Sin una refundación social y democrática radical –insiste Piketty– la construcción europea va a ser cada vez menos defendible ante las clases populares”.
Y es que la gestión tecnocrática de la crisis
financiera de 2008 por parte de las altas instancias comunitarias,
imponiendo unas políticas de austeridad que sumieron a los países del
sur de Europa en una recesión dolorosa y prolongada, ha pesado –¡y
mucho!– en la eclosión de los movimientos populistas. En estos años, por
ejemplo, Italia dedicaba casi el 6% de su PIB a pagar intereses de su
deuda, cuando invertía apenas un 1% en universidades.
No es de extrañar
que prendan en la opinión pública los discursos demagogos de un Salvini, denunciando “la insensibilidad de las élites europeas hacia los italianos”… al tiempo que dirige su ira contra la población más vulnerable e indefensa, los inmigrantes. “Las
instituciones europeas, proclives al principio de una competencia cada
vez más pura y perfecta entre territorios y países, sin base fiscal y
social común, reforzaron estas tendencias”. (...)
El desafío es enorme. La izquierda debe aunar fuerzas
para cambiar Europa… si no quiere sucumbir en cada país, cediendo
incluso ante los cantos de sirena del populismo xenófobo.
“Hoy en día –advierte Piketty– la acción de las fuerzas nacionalistas podría desembocar en
un retorno a las monedas nacionales y la inflación, lo que propiciaría
ciertas redistribuciones más o menos caóticas, a expensas de una
violenta y angustiosa tensión social y de una etnicización del conflicto
político. Frente a ese mortífero riesgo, al cual conduce el statu quo
actual, sólo queda una solución: trazar una vía democrática que permita
salir de este atolladero y, dentro del marco del estado de derecho,
organizar las redistribuciones necesarias”.
He aquí la disyuntiva. El enemigo está a las puertas." (Lluís Rabel, blog, 11/10/18)
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