"Me contaron que el primer día que se vio frente al juez instructor y
después de que éste dictara su prisión cautelar, uno de los procesados
por el asalto nacionalista a la democracia española no daba crédito a lo
que estaba pasando. Resumió ante un próximo su ánimo hundido diciendo
que siempre pensó que para esas fechas ya estaría viviendo en una
república.
Y que lo que estaba sucediendo, crudamente, es que iba camino de la cárcel.
Sus palabras no fueron dichas en tono irónico ni cínico, sino que eran
rectamente sinceras. Comprendí la desmoralización del encausado. Durante
los años del Proceso conocí a muchas personas que creyeron lo mismo. El
convencimiento de que Cataluña iba a ser en pocos meses una república
independiente se basaba, sobre todo, en que el Estado español no se atrevería a hacer uso de la fuerza.
Hablando seriamente y más allá de eslóganes, aceptaban que su
movimiento era insólito porque se levantaba contra una democracia. Pero
que, por eso mismo, porque tenían enfrente a una democracia, el
movimiento era imparable: jamás una democracia arremetería contra sus
propios ciudadanos.
Este argumento caló incluso entre muchos
constitucionalistas, que temían que la política de hechos consumados del Gobierno nacionalista diera lugar a un escenario sin vuelta atrás. Unos y otros, además, justificaban sus previsiones en la conducta del gobierno Rajoy, fatalmente asténica durante demasiado tiempo.
Era
realmente asombroso escucharles. En vano trataba de convencerles de que
llevado a una situación límite el Estado actuaría y actuaría por algo
parecido a la inercia, venciendo incluso la astenia presidencial. Se
hacían fuertes en un punto: cómo el Estado iba a permitir que circularan
las inevitables imágenes de violencia que supondría abortar por la fuerza el referéndum o la insurrección misma.
Y aún más: cómo iba el Estado a atreverse a suspender la autonomía de Cataluña,
con el incendio de desobediencia que supondría. Disfrutaba con la
órbita que trazaban sus ojos cuando les respondía que no solo el Estado
iba a hacer todo eso, si llegaba el caso, sino que además metería al
gobierno de la Generalidad -"una presunta organización criminal" dije en
TV3, ocasionando vahídos que debieron ser tratados- en la cárcel.
Si
recuerdo esto no solo es por el agradabilísimo placer que causa el que a
uno le den la razón -y no es pequeño placer el del onanismo moral- sino
por el relato que las defensas de los procesados están escribiendo ante la inminencia del juicio. Ese relato tiene el título convencional baudrillardiano: "El Proceso no tuvo lugar".
Lo cierto es que tuvo lugar. Lo cierto es que creían que iban a vivir
en la República advenida. Lo cierto es que el fracaso no puede borrar
las huellas del intento. Para el fracaso hubo cuatro razones básicas:
1.
El traslado fuera de Cataluña de las sedes de miles de empresas.
2. La
actuación de la Policía el 1 de octubre de 2017, impidiendo la
celebración del referéndum mediante el uso de una millonésima parte de
su fuerza legítima y mostrando cuál era el precio personal que cada uno
de los insurrectos podría verse obligado a pagar.
3. La orden del Jefe
del Estado al poder ejecutivo, emulando la que dio su padre a los
militares el 23-F, para que pusiera fin al desorden en Cataluña.
4. La
aplicación del 155, la destitución consiguiente del gobierno de Cataluña
y la intervención parcial de la autonomía.
Como incluso un lógico
alemán podría comprender, estos cuatro hechos fueron la reacción a un
conjunto de hechos que culminan en las dos proclamaciones del entonces
presidente Carles Puigdemont, primero de la
independencia (10 de octubre) y luego de la República Catalana (el 27 de
octubre).
Y cuya veracidad e influencia llegan hasta nuestros días: el
Valido que hoy actúa en la Generalidad por indicación y cuenta del
prófugo Puigdemont ha declarado que su intención política es desarrollar el marco legislativo de la nacida República, singularmente la nueva Constitución catalana.
Deliran,
lógicamente, los que niegan, para tratar de paliar desesperadamente la
pena que amenaza a sus defendidos, que el Proceso no existió y que todo
fue una forma de negociación algo brusca con el Estado. A este punto de vista alucinatorio se ha adherido el tribunal de Schleswig-Holstein.
A juicio de sus integrantes los hechos descritos y que provocaron las
reacciones descritas tampoco debieron de existir.
Es evidente que si
miles de empresas hubieran abandonado Schleswig-Holstein, si la Policía
hubiera tenido que intervenir ante la pretensión de celebrar un
referéndum de autodeterminación ilegal, si el Jefe del Estado alemán
hubiera llamado a la intervención urgente del Ejecutivo y si el
Ejecutivo hubiera destituido al gobierno de Schleswig-Holstein
después de que su presidente hubiera proclamado la República de
Schleswig-Holstein, los miembros del Tribunal no podrían considerar que
los hechos que dieron lugar a estas reacciones mereciesen tan solo el
castigo penal propio del que distrae del erario público, ¡y
presuntamente!, unos eurillos.
Y es por ello que como hipótesis de sus
conductas prefiero, antes que la prevaricación, el delirio.
Los jueces alemanes deliran por más que empiedren la circunstancia de su
ánimo con el habitual pasto para rábulas. Con independencia de los
medidores de violencia o de la capacidad real de los rebeldes para
hacerse con el poder, ningún tribunal competente puede suscribir que los hechos descritos merezcan tan solo el castigo penal de la malversación.
La razón de su entrega impudorosa a las tesis de la defensa -"Puigdemont solo quería la negociación con el Estado"- tiene poco interés. Las intenciones no se juzgan.
El problema de los disparates jurídicos es que tienen sólidas consecuencias colectivas.
Y en este caso graves. Schleswig-Holstein anticipa la condena que la
democrática Europa -en oposición a la corrompida España- daría al
Proceso en el próximo otoño.
Así lo dicen las defensas de los procesados
y así lo entiende buena parte de la contaminada opinión pública
europea. No hubo Proceso, no puede haber procesados. Lógica alemana. (...)" (Arcadi Espada, El Mundo, 15/07/18)
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