27/2/18

Cuando la Policía detenía a un vasco por presunto activismo terrorista, los nacionalistas “sacaban” a los obreros para las manifestaciones o las huelgas... los ugetistas, dolidos por la falta de solidaridad de los sindicatos nacionalistas, se negaron a “salir” cuando fueron solicitados por los segundos. Los “otros” les tiraban piedras, arandelas. Emilio se quedó trabajando con otros siete u ocho obreros, y le pegó a uno porque paró la máquina...

"(...) El 12 de octubre de 1955 (“fiesta de la Guardia Civil”, o “Día de la Hispanidad) se fue al País Vasco, en compañía de un vecino de Ituero de Azaba, ya fallecido, pero sin la compañía de su esposa, Antonia. Iban con cuenta de pasar a Francia, pero no fue así. 

 Emilio se quedó en Herrera (barrio de San Sebastián), trabajando en la misma empresa de metalurgia durante 30 años. En Guipúzcoa no había nadie de su familia, pero sí muchos amigos de Casillas de Flores. Antonia emigró más tarde, contribuyendo a la economía doméstica con el cuidado de niños ajenos, pues el matrimonio no tuvo descendencia.

La convivencia de los recién llegados, procedentes de un medio rural agrícola, con la población obrera, inmersa en un entorno industrial, no planteó mayores problemas. A los primeros no les sentaba muy bien que la gente de allí los llamara Manchurrianos, no se sabía por qué, aunque lo achacaban a que la señal más visible de la identidad de estos emigrantes eran “los pantalones rotos”. 

Sin embargo, tal vez habría un complejo y nada caritativo juego de palabras, entre nombres de referencia asiática combinados con topónimos y gentilicios lúdicos alusivos a la procedencia extremeña, mayoritaria, de la población foránea: Manchurianos (de Manchuria como alternativa de La Siberia, comarca de Badajoz), Coreanos o Corianos (por la casi homonimia entre Coria y Corea, nombre muy sonado por la guerra de este país entre 1950 y 1953). El mismo etnónimo Cacereños arrastraba ya una connotación denigrante en los años sesenta (recuérdese la novela Cacereño de Raúl Guerra Garrido).

Emilio mantiene un buen concepto de los vascos, a pesar de un contexto alterado con el tiempo por las actividades de ETA. Se sentía solidario con los objetivos de la clase obrera (“luchábamos todos contra el Régimen”) en la fábrica de San Sebastián donde trabajaba, pero tuvo algún desencuentro con quienes tenían otros objetivos políticos.

 Así, cuando la Policía detenía a un vasco por presunto activismo terrorista, los nacionalistas “sacaban” a los obreros para las manifestaciones o las huelgas, lo que el informante solo entendía a medias, dado que “eran asuntos suyos, de los vascos”, en los cuales no se sentía implicado. Él había sido simpatizante del Partido Comunista y después del Partido Socialista, pero ante todo era militante sindicalista, de Comisiones Obreras o de la UGT.

Un día la cosa estuvo a punto de acabar mal, porque los ugetistas, dolidos por la falta de solidaridad de los sindicatos nacionalistas con motivo del secuestro y asesinato de José María Ryan, ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, atribuido a ETA (06/02/1981), se negaron a “salir” cuando fueron solicitados por los segundos (“si no van ellos, tampoco vamos nosotros a lo suyo”). 

Los “otros” les tiraban piedras, arandelas. Emilio se quedó trabajando con otros siete u ocho obreros, y le pegó a uno porque paró la máquina. Chorreaba sangre por la nariz. Gritaban: “Mátalo”. Y él no sabía contra quién iba el grito. Es un recuerdo triste. Al final, la sanción fue para el otro. Pero no terminó ahí la cosa.

 Un comando quiso secuestrar al dueño de la fábrica, Narcís Elorriaga, a quien “estaba esperando” una mañana, pero quien llegó antes fue el ingeniero. Lo tuvieron secuestrado nueve días. Esta circunstancia motivaría el desplazamiento del dueño a Barcelona, con lo cual la empresa (se fabricaban contadores de agua para América) se vino a pique. En consecuencia, Emilio y otros obreros recibieron la jubilación anticipada.

Esta fue resultado de una ardua conquista; un final feliz que Emilio ni en sueños hubiera previsto treinta años atrás. Todo el trabajo antes de emigrar al País Vasco no contaba para nada. Hasta entonces no tuvo seguro de enfermedad, ni vacaciones pagadas, ni nada por el estilo. Los amos en el pueblo contrataban de san Pedro a san Pedro, o por jornales; el obrero agrícola ponía el sufridero, aceptaba o “se quedaba con el culo al aire”. 

Por ello se siente orgulloso de su balance de vida laboral, de su participación en la brega sindical, con delegación asumida de un modo responsable, sin violencia. Conoció muchas huelgas duras, una de las cuales duró quince días. Él se implicó a fondo para que todos los empleados, incluidas las mujeres, tuvieran derecho en el reparto de beneficios (“50 pts para hombres y mujeres”, pero solamente les prometieron 35 pts, y los sindicalistas aceptaron). 

En 1962 firmaron un convenio y algunos empleados lo acusaron de “haber cerrado el abanico”, y lo querían “calentar”, pero él se explicó, recordando que “la cesta de la compra vale para todos igual”.

El miedo fue la tónica general durante el franquismo, reconoce Emilio, que entonces no se arrugó ni ha sacado pecho después. Participaba en las reuniones políticas y sindicales, forzosamente secretas al principio; pero los apuros siguieron existiendo después. 

Una vez se vio obligado a quemar ejemplares de Euskadi obrera en el váter, cuando entraron guardias civiles en la fábrica. Simple y llanamente considera que aquellos años de entrega a la conquista del bien común, a pesar de los sacrificios, fueron la mejor etapa de su vida: sentirse solidario, “aunque tuviera que poner dinero de su bolsillo”.

 Daba 20 duros todos los meses para entregar al tesorero de Comisiones Obreras. Tenía que organizar la célula. Recuerda que en el asunto de Roberto Cámara Urquijo (¿?) hubo tres de Comisiones Obreras en la cárcel convento de Zarauz. Se recaudaban fondos para las familias de los presos, para dar 1.000 pts a la semana. Lo que él decía se hacía, “si te lo mandan no es igual”.

Emilio y Antonia se volvieron del País Vasco a Ciudad Rodrigo en 1986. Compraron piso. Allí vivieron en solidaridad con un sobrino carnal de Antonia, como si fuera un hijo, Antonio Mateos García, que se casaría y les daría, por así decir, la nieta que hubieran deseado tener. Pero la dicha no fue de larga duración, pues Antonio falleció en extrañas circunstancias, dejándoles en tácito legado la custodia de una viuda joven y una niña de pocos años. 

Parte de este legado fue también el compromiso que Antonio había asumido en la recuperación de la memoria histórica de la comarca. Emilio nunca ha fallado en esta tarea, cumplida con generosidad, seriedad, constancia y eficacia hasta el día hoy, incluso en la Residencia de Caracillo, donde disfruta de todas sus facultades mentales.

Gracias, amigo."                 

(Contra la desmemoria republicana, “archivos vivientes” (5): Emilio Hernández Rivero, Salamanca al día, 22/02/18)

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