"Las izquierdas independententistas, y también las confederalistas que
colaboran estrechamente con aquéllas, construyen sus estrategias
políticas sobre dos grandes malentendidos. El primero afecta al análisis
del Estado y el segundo al fenómeno identitario. Es el segundo el que
vamos a tratar aquí pero, en realidad, ambos están muy unidos entre sí.
El principal argumento de los independistas de todos los colores, y
que repiten los confederalistas de Podemos/En Comú Podem, es que “los catalanes”, “los vascos”,
etc, tienen una identidad propia, y que esto obliga a reconocer a
Cataluña, Euskadi etc como sujetos nacionales diferenciados.
No hay
ninguna duda de que este sentimiento afecta a una parte importante de la
población catalana, vasca etc pero la cuestión es ¿por qué es así? Para
la derecha nacionalista y confederalista a lo Herrero de Miñón, la
respuesta es fácil: el derecho natural, el alma colectiva nacida en
coyunturas históricas remotas, la existencia misma del sentimiento son
argumentos suficientes.
Pero la izquierda necesita esquivar esta
pregunta pues abordar su respuesta la empuja, antes o después, hacia un
discurso idéntico al de las derecha. Porque lo cierto es que la
explicación nacionalista/confederalista del hecho identitario tiene poco
que ver con lo que la izquierda es y ha sido y, además, se basa en
una visión falsa del propio hecho identitario.
La realidad es que las identidades se modifican de forma espontánea y
se transmiten de unas generaciones a otras a través de la familia y de
la comunidad, pero sobre todo se construyen
políticamente, preferentemente a través de la escuela y los medios de
comunicación.
Antonio Santamaría demuestra en su “Convergència
Democrática de Cataluña: de los orígenes al giro soberanista” –https://www.foca.akal.com/libro/convergencia-democratica-de-catalunya_30866/–
cómo lo ha venido haciendo Covergencia i Unió a lo largo de los últimos
treinta años con los resultados que están a la vista.
Esta experiencia
demuestra, como muchas otras, la naturaleza políticamente construida de
las identidades modernas, aunque es comprensible que una persona nacida
en los años del pujolismo y crecida en un entorno nacionalista considere
esta construcción identitaria no como una construcción política, sino
como una dinámica “natural” que contraste con el presunto artificio del “Estado Español”.
Pero que las generaciones jóvenes no tengan conciencia de ello no
demuestra nada, excepto que el problema identitario no está resuelto en
España.
En las sociedades capitalistas contemporáneas los vínculos familiares
y comunitarios son cada vez más débiles frente a la influencia de la
escuela y los medios de comunicación, lo cual hace aumentar el peso de
las identidades nacidas de decisiones políticas, de un diseño político
consciente, sistemático y planificado a largo plazo. Si es así, la
cuestión central es aclarar por qué en el resto de España no se ha
abordado la tarea de una nueva construcción identitaria a partir de
1978.
La respuesta no es difícil: mientras los nacionalistas vascos y
catalanes aprovecharon el Estado de las autonomías para hacerlo, no han
existido fuerzas políticas con proyección estatal que hicieran lo propio
para el conjunto de la nación de naciones.
El punto de partida no era
fácil porque, mientras Adolfo Suárez y los conservadores a lo Herrero de
Miñón reconocían la legitimidad y la continuidad institucional tanto de
la Generalitat de Cataluña como también de los propios fueros vascos
incluso antes de la aprobación de la Constitución de 1978, no hicieron
lo mismo con la legalidad republicana.
Las fuerzas postfranquistas eran demasiado fuertes en Madrid como
para que los partidos de tradición democrático-republicana pudieran
hacer valer su criterio. Bajo la amenaza de golpe de Estado, sin
identificar la importancia del problema y dejándose llevar por la
inercia impuesta por los pactos de la Transición, que incluían un fuerte
apoyo en Madrid a los nacionalistas conservadores, los partidos
políticos herederos de las tradiciones democrático-republicanas optaron
por esquivar el problema, por no incluir en sus programas la
construcción de una identidad democrático-republicana adaptada a los
tiempos y las coyunturas del momento, incluida su coexistencia temporal
con la monarquía.
Al hacerlo, dieron su visto bueno a la conformación de
un dualismo identitario en el país: mientras gallegos, vascos,
catalanes e incluso andaluces, canarios y valencianos sentaban las bases
para la construcción de nuevas identidades, más o menos fuertes y
excluyentes, nadie se ocupó en Madrid de hacer lo propio para el
conjunto de las Españas, algo nuevo, inclusivo y tendencialmente
republicano que diera frutos a medio y largo plazo.
En realidad, lo que sucedió en los años de la Transición es que las
fuerzas políticas estatales adoptaron acríticamente la posición de Azaña
de 1932. Azaña era consciente de que los aglutinantes emocionales no
son componentes periféricos sino que resultan centrales para cualquier
proyecto político.
Entendió, además, que la lengua se sitúa en el
corazón de dichos aglutinantes, con lo cual la cuestión lingüística, y
todo lo que esta trae tras de sí, se convirtieron en la llave del encaje
territorial de Cataluña y el País Vasco.
La lengua sirvió para
segmentar de forma arbitraria un conjunto de “nacionalidades históricas”
de otras que no eran merecedoras de este título por no disponer de
lengua propia. Y eso a pesar de que, como cualquier lingüista sabe muy
bien, la diferencia entre un dialecto y una lengua también es el
resultado de una decisión política con lo cual no puede servir de punto
de partida para construir un proyecto político sino, si acaso, como
punto de llegada.
El error de Azaña, repetido por los partidos democrático-republicanos
que hicieron la Transición de 1978, fue pensar que las identidades son
variables a-históricas, cosas fijas e inmutables que hay que tener en
cuenta para tomar decisiones políticas alrededor de ellas. En vez de
asumir que se trata de creaciones políticas que requieren de un proyecto
y de una ejecución a medio plazo, Azaña las trató de esta forma, aunque
sólo reconoció su existencia para una parte del territorio de la
República.
“La diferencia política más notable que yo encuentro entre catalanes y castellanos” declara en su trascendental discurso en las Cortes del 27 de mayo de 1932, “está
en que nosotros los castellanos, lo vemos todo en el Estado y donde se
nos acaba el Estado se nos acaba todo, en tanto que los catalanes, que
son más sentimentales, o son sentimentales y nosotros no, ponen entre el
Estado y su persona una porción de cosas blandas, amorosas, amables y
exorables que les alejan un poco la presencia severa, abstracta e
impersonal del Estado”.
¿Cómo es posible sostener esto, decir que los “castellanos” no tienen derecho a un sentimiento identitario?
Lo que se escondía detrás de este esquema son varias cosas. Por
ejemplo, los contenidos metafísicos de una parte del movimiento
regeneracionista castellano a los que probablemente se quiso enfrentar
Azaña aceptando, sin embargo, aquellos otros que estaban igualmente
presentes en otros territorios del Estado.
Pero la principal es el miedo
de Azaña a que los monárquicos y españolistas ganaran la batalla de la
identidad si se abría el melón de los “sentimientos” al sur del
Ebro. Era una posición claramente defensiva que contrasta con la
importancia que el primer Presidente de la República, el conservador
Niceto Alcalá Zamora, le atribuyó a la construcción de una identidad
republicano en todo el territorio del Estado.
Lo que expresó Azaña en el Congreso es el esquema de los que siguen pensando y sosteniendo muchos progresistas españoles: “ellos” tienen derecho a construir una identidad propia pero “nosotros”
no lo tenemos. O mejor: si lo hacemos, nos arriesgamos a tener que
vérnosla con el españolismo rancio que seguro que nos acabará ganando la
partida.
El doble rasero de Azaña, que sufrió una enorme decepción al
contemplar la escasa solidaridad que mostraron los nacionalistas vascos y
catalanes con la República en los años de la guerra, es la semilla de
las políticas de “hechos diferenciales” que se impuso en la Transición.
La Constitución de 1978, es un marco abierto y ecléctico en el tema identitario pues no especifica, no se atreve a especificar “qué es lo básico y qué tienen en común todos los españoles”,
como señala críticamente el catedrático catalán de Derecho
Constitucional Marc Carrillo. Las izquierdas defensivas y profundamente
acomplejadas en este tema tomaron así la siguiente decisión: sumémonos
como invitados de segunda al carro de la construcción identitaria de
catalanes, vascos etc para que nadie piense que somos españolistas.
Este
terror a caer en las garras del españolismo es lo que les ha llevado no
sólo a un seguidismo, primero identitario y luego político, de las
opciones independentistas, sino también a hacerle el trabajo sucio al
independentismo, sacrificando su propio proyecto político
republicano-federal.
¿Qué hacer? Muy fácil: abordar la tarea política de construir una
identidad inclusiva y común a todos los ciudadanos españoles y no
resignarnos a que dos terceras partes de la población se tenga que
conformar con la “presencia severa, abstracta e impersonal del Estado”.
Con los precedentes señalados es fácil entender que, cuando los
gobiernos se vieron incapaces de cumplir los grandes postulados
civilizatorios de la Constitución de 1978 a raíz de la crisis de 2008,
se produjera una fuerte crisis identitaria en el país y una eclosión de
las “identidades periféricas” destinadas a llenar los vacíos que nadie se había preocupado de llenar durante los treinta años de bonanza constitucional.
La crisis tiene, al menos, una ventaja: que obliga, por fin, a todos
los partidos de tradición progresista-republicana a admitir que el
problema identitario no desaparece ni ignorándolo, ni subiéndose al
carro de proyectos ajenos, sino que hay que abordarlo como un programa
político propio y central.
La alternativa a la actual contemplación
acomplejada de la construcción identitaria del nacionalismo catalán,
vasco, gallego etc puede apoyarse en la recuperación del acervo cultural
del regeneracionismo que coaguló políticamente en la Segunda República.
Se trata de un acervo en parte rabiosamente moderno y que alimentó
todos los regeneracionismos al mismo tiempo: el castellano, el catalán,
el andaluz, el gallego y, en un sentido algo diferente, también el
vasco.
Porque si el regeneracionismo, la renaixença, el rexurdimento y
el berpizkude aparecieron de forma casi simultánea a lo largo de la
segunda mitad del siglo XIX, es porque los problemas a los que
pretendían responder eran muy similares en todos los lugares de España
al mismo tiempo: el problema de la separación entre el país real y el
país oficial, la mixtificación del pasado absolutista dentro del
discurso oficial, la calcificación del sistema político turnista, la
corrupción local y el vaciamiento del sufragio.
Muchas de las ideas regeneracionistas que cristalizaron en el
proyecto republicano conectan con demandas centrales de la izquierda en
el presente: la reinvindicación del trabajo frente a la renta; el
descubrimiento de la naturaleza y del paisaje en condiciones históricas
distintas pero comparables en muchos sentidos; la “intrahistoria”
unamuniana, es decir, la visibilización de los invisibles, de aquellos
que no cuentan y no van a votar, pero que aportan una parte fundamental
del excedente que consume toda la sociedad y que hoy sufren las peores
consecuencias de las políticas de ajuste.
No es admisible sin más
envolver hoy a todos esos invisibles y a los que los defienden en el
ropaje del término “pueblo” pues, a diferencia de lo que
sucedía en tiempos pasados, los sectores privilegiados del nacionalismo
se incluyen a sí mismos en esta categoría desvirtuándola completamente.
Pero están ahí.
Mi punto es claro: todos los españoles, y no sólo los catalanes, vascos, gallegos y postfranquistas, tenemos derecho a ser “sentimentales”. Pero el “sentimentalismo progresista”
no puede ser excluyente, supremacista, antidemocrático y puramente
emocional como el que está arruinando la convivencia en muy poco tiempo
sin aportar nada a los problemas de las personas.
La nueva identidad se tiene que apoyar en un discurso racional,
escrupuloso con los hechos históricos aunque selectivo a la hora de
reivindicarlos como referencias. Tiene que basarse en una visión
solidaria de las culturas y de los “pueblos” bien entendidos,
apoyarse en el discurso republicano-federal.
Podría retomar a aquel
remoto momento del siglo XIX, en el que los cuatro o cinco “renacimientos”
se bifurcaron políticamente a pesar de nacer de problemas comunes, una
bifurcación fatídica que debilitó el proyecto republicano mientras
reforzaba la insolidaridad y la cultura de la España Única.
Muchas de
sus piezas han acabado integradas hoy en un discurso supremacista
similar al de muchas derechas europeas, un discurso en el que una idea
pervertida de “pueblo” se impone a la idea republicana de “ciudadano”. La idea de la ciudadanía no excluye el derecho al “sentimiento nacional” pero impone atarlo en corto, subordinarlo a la racionalidad que emana de las ideas algo “frías” pero precisamente por eso universales de libertad, igualdad y fraternidad.
No es sólo un programa para España: también lo es para el conjunto
del mundo. En realidad, es el único que puede impedir que la actual
crisis civilizatoria, ambiental y social degenere un caos
autodestructivo de toda la Humanidad." (Armando Fernández Steinko, Catedrático de Sociología de la UCM, Crónica Popular, 17/11/17)
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