"(...) desde el auge de los movimientos nacionalistas iniciado en el siglo
XIX en gran parte del mundo, y su agudización en la posguerra de la
Primera Guerra Mundial, viene habiendo un sector de la población de
Cataluña que, por diversas razones (económicas y/o culturales), aspira a
la constitución de un Estado propio independiente del resto de España.
Ese sector, hasta hace muy poco, no pasaba de un 15% de la población,
como máximo. Pero sus líderes políticos e intelectuales han encontrado,
gracias a determinados cambios producidos en la sociedad catalana
(fuerte disminución relativa de la clase obrera industrial y correlativo
aumento del sector servicios, cuyos asalariados son más receptivos a
las ideas y actitudes interclasistas, entre ellas el sentimiento de
“identidad nacional”; crisis económica; detención o incluso descenso del
“ascensor social” para las nuevas generaciones; etc.), han encontrado,
digo, la manera de reforzar ese contingente de adeptos al separatismo
mediante el expediente de decir algo así como:
Es evidente que en
Cataluña existe un segmento importante de la población desafecto
respecto a España (segmento formado, de entrada, por los mismos que
dicen eso y los que asienten, con lo que tenemos un típico caso de
discurso “performativo” o —como diría un servidor— “ejecutivo”: discurso
que, por el simple hecho de enunciarse, realiza lo que enuncia).
Por
tanto —siguen diciendo— es de justicia reconocerles a los catalanes (los
censados en Cataluña, aunque más de un nacionalista catalán discreparía
y delimitaría un subconjunto según criterios étnico-culturales) el
derecho a pronunciarse sobre la continuidad o no de su permanencia en el
Estado español.
Dejemos a un lado, de momento, pues lleva a un callejón sin salida,
la espinosa cuestión de si Cataluña es o no una nación (sin Estado) y
si, más aún, tiene sentido hablar de naciones que no estén constituidas
como Estados, es decir, de naciones meramente étnicas, no políticas.
De entrada, lo que se ha conseguido con el discurso arriba mencionado
es incorporar a la discusión, primero, a un nuevo contingente de
personas que, golpeadas por la crisis o temerosas de verse golpeadas por
ella, atribuyen a la pertenencia a España todos los males y ven en la
secesión una posible escapatoria; y en segundo lugar, a un número
importante de personas que jamás hasta ahora se habían planteado el
asunto y cuya implicación en el debate está motivada:
a) por su talante
democrático, que las predispone a prestar atención de entrada a la
reivindicación nacionalista como lo harían con cualquier otra
reivindicación surgida de la sociedad en la que viven; o
b) por la
inquietud que les produce la posibilidad de que el movimiento
separatista gane terreno y acabe alterando de forma negativa su
situación social. Esas diversas motivaciones, aun siendo bien distintas,
convergen en la disposición a aceptar un mecanismo que permita a los
censados en Cataluña pronunciarse sobre la cuestión, aunque muchos
(especialmente los del último grupo) se pronunciarían negativamente
sobre la posibilidad de secesión.
Pero, así como la lógica que rige la vida de los “famosos” (artistas
de cine, cantantes, etc.) tiene como uno de sus principios que “lo
importante es que hablen de uno, aunque sea mal”, así también en este
asunto los partidarios de la secesión consideran de entrada ventajoso
que un gran número de personas quieran pronunciarse al respecto.
Propicio a sus intereses les parece, en efecto, poder decir, como se
dice (aunque sería interesante analizar las encuestas que presuntamente
lo avalan), que “el 80% de los catalanes está a favor de que se realice
un referéndum vinculante sobre la pertenencia o no de Cataluña al Estado
español”. Y ése es justamente el significado implícito que se le
atribuye a la ambigua expresión ‘derecho a decidir’.
La medida, sin
embargo, en que ese significado se hace explícito varía según el
contexto y según quién lo invoca. En todo caso, cuando se dice, sin más,
que un 80% está a favor del derecho a decidir, cualquier observador
ajeno a lo que aquí se cuece quedaría pasmado al oír que en Cataluña hay
un 20% de ciudadanos que han renunciado a tomar decisiones…
A ese presunto 80% se lo mima y halaga con la idea de que la
democracia exige que cada ciudadano pueda pronunciarse y decidir sobre
cualquier asunto que le afecte.
Lástima que ese celo democrático no se
manifestara con ocasión de la modificación del artículo 135 de la
Constitución, en que quedó estipulado que el cumplimiento del pacto de
estabilidad financiera acordado por la UE tiene prioridad sobre
cualquier otro objetivo de política económica, modificación que fue
avalada sin rechistar y sin exigir ningún tipo de referéndum por gran
parte de los mismos que ahora exigen a todas horas referendos de
autodeterminación.
Por lo visto, en ese caso se trataba de un asunto
menor, que no afectaba los intereses de la gran mayoría de los
ciudadanos.
Total, 16.000 millones menos en sanidad y educación no
pueden tener demasiada repercusión en el bienestar del pueblo
“soberano”, a diferencia de lo que ocurre con los grandes intereses
“nacionales”.
Pues bien, lo primero que hay que decir frente a la pretensión de que
los censados en Cataluña tengan derecho a decidir unilateralmente si
quieren seguir o no formando una entidad política junto con el resto de
España es que, habida cuenta de la realidad política y social existente
aquí y ahora, ese presunto derecho no se podría ejercer sin afectar a
los derechos de los censados en el conjunto del país.
Alguna alma bella
residente en Cataluña (o fuera de ella, que tampoco faltan) que siendo
totalmente contraria a una posible secesión crea que la mejor manera de
acabar con la tensión creada al respecto es celebrar de una vez el
dichoso referéndum de autodeterminación (vinculante, por supuesto) porque seguro que ganaría el NO ,
comete dos errores graves.
Primero y principal: porque nadie tiene
derecho a decidir por otros en un asunto que también les afecta. Y
¿acaso no afecta, por ejemplo, a un residente en Zaragoza que de un día
para otro se le considere extranjero a doscientos km al Este, en un
territorio en el que hasta entonces gozaba de todas las prerrogativas
propias de un ciudadano?
O ¿qué decir de la merma en los recursos del
Estado derivada de la pérdida de una de sus zonas de mayor actividad
económica? ¿Acaso no repercutiría ello en las —ya deficientes—
prestaciones que reciben los ciudadanos del conjunto del territorio
español?
Y segundo: porque aceptar una votación solamente porque se
espera ganarla es hacer burla de la democracia que se dice defender.
Todo eso al margen de que la constitución vigente, ley de leyes a la que
todas las leyes ordinarias quedan supeditadas, no contempla soberanías
separadas para los habitantes de las diversas comunidades autónomas,
sino una única soberanía colectiva de los poseedores de la ciudadanía
española.
Claro que las constituciones no son entidades eternas: pueden
—y, con cierta frecuencia, deben— modificarse. Pero de acuerdo con los
procedimientos en ellas establecidos, so pena de crear una situación de
inestabilidad e inseguridad permanentes incompatibles con el bienestar
general.
Y, por supuesto, en situaciones extremas (cuando una
constitución se ha pervertido al extremo de amparar un régimen de clara
injusticia social o de opresión flagrante de unos grupos por otros) es
perfectamente legítima la rebelión, con todas las consecuencias (y peligros) derivados del ejercicio de la violencia al margen de la ley.
Según lo anterior, por tanto, no sólo es que los ciudadanos censados
en Cataluña no tengan, hoy por hoy, derecho a decidir unilateralmente separarse del
resto de España (su presunto derecho a decidir no puede ser un derecho a
dividir), sino que tampoco tienen derecho a decidir unilateralmente unirse más
de lo que están (renunciando, por ejemplo, a la actual autonomía), pues
ello, al implicar una reestructuración importante de las instancias
administrativas del Estado, también tendría repercusiones para el resto
de los ciudadanos españoles (por ejemplo, una gran cantidad de actuales
funcionarios de la Generalitat entrarían en competencia con los de otras
administraciones del Estado a la hora de cubrir plazas y ejercer
responsabilidades).
Una de las ventajas con que juegan los partidarios de la ruptura es
que muchas gentes bienintencionadas se plantean el asunto como algo
circunscrito al momento presente, sin raíces históricas (como si
tendieran, frente al pasado, el famoso “velo de ignorancia” que John
Rawls, en su Teoría de la justicia, propone tender ante la
situación de partida de una sociedad a la hora de determinar las normas
que harían de ella una sociedad justa).
Pero no se puede hacer
abstracción de la historia, como si los “cambios de ciclo” borraran de
un plumazo el pasado (aunque, paradójicamente, alguno de los principales
promotores de la “nueva izquierda soberanista” presuntamente no
independentista —pero ¿se puede ser lo primero sin ser lo segundo?— es
de profesión historiador).
La historia de este país (España), junto a unos cuantos desencuentros
o choques entre las piezas que lo fueron componiendo (y la Guerra de
Sucesión, pese a la nueva mitología tejida en torno al tricentenario del
asedio y caída de Barcelona, fue más un choque internacional que una
“guerra civil”), suma cientos de años de convivencia fructífera, con
períodos tan brillantes como el reinado de Carlos III, impulsor de la
red de caminos reales que aún es la base de la red de carreteras actual,
también en Cataluña, por supuesto; Cataluña que conoció un período de
prosperidad excepcional gracias, entre otras cosas, a la apertura de sus
puertos al comercio con América, hasta entonces reservado a los puertos
del Atlántico; prosperidad de que dan fe, por ejemplo, las abundantes
reformas de masías datadas en esos años, así como el perceptible aumento
de altura en muchas casas del casco antiguo de Barcelona,
correspondiente también a esa época, en que las murallas impedían a la
ciudad expandirse horizontalmente.
Pero lo importante es que ese pasado
común ha creado unos vínculos sociales, económicos, culturales y
afectivos que no se pueden cortar de la noche a la mañana como si tal
cosa. Y el que tal pretenda debe saber que no actuará como cirujano,
sino como carnicero.
En cuanto al derecho de autodeterminación propiamente dicho,
independientemente de que ciertas tradiciones políticas (la leninista en
particular) nacidas para hacer frente a situaciones de opresión de todo
tipo lo hayan incorporado a sus señas de identidad hasta el extremo de
atribuirle un valor incondicionado, lo cierto es que los principios de
derecho internacional más universalmente aceptados (por las Naciones
Unidas, sin ir más lejos) lo restringen a situaciones de clara opresión
colonial, es decir, situaciones en que una determinada población bien
definida carezca de representación política libremente elegida y se vea,
en cambio, gobernada por una administración sobre la que no ejerza
control alguno.
Que, en el caso de Cataluña, ni el más paranoico
separatista “enragé” pueda invocar ese supuesto sin retorcer el
argumento hasta el absurdo le debería resultar claro a cualquiera
(aunque la claridad no parece ser atributo de todas las mentes).
Pero aparte de la inexistencia de una situación colonial (diga lo que diga el muy “mediático” ex-ministro griego Yanis Varoufakis, cuyo nivel de información sobre el tema no parece superar el que tenía sobre las posibilidades de lograr un acuerdo con la troika comunitaria en su etapa de ministro), lo cierto es que, aun estando la población de Cataluña bien definida ad extra o desde el punto de vista administrativo (los censados en el territorio de la correspondiente comunidad autónoma), su definición ad intra, o desde el punto de vista sociocultural, deja bastante que desear, como revelan las encuestas que hablan de diversas conciencias identitarias (quienes se sienten exclusivamente catalanes, quienes se sienten exclusivamente españoles y quienes se sienten, en diversos grados, ambas cosas).
Por eso algunos
venimos diciendo que, en el caso catalán, el supuesto derecho a decidir equivale al derecho a dividir.
Algo que se ha visto últimamente agravado por la pretensión de ciertos
sectores ultracatalanistas de acabar con el bilingüismo realmente
existente en el territorio, culpabilizando del mismo, amén de a la
consabida conjura españolista (que la hubo ciertamente durante el
franquismo, aunque sin culpa de la gran mayoría de los españoles), a las
sucesivas oleadas de inmigrantes que no han sido plenamente
“asimilados”.
En definitiva, la pretensión de poseer el derecho de decidir
unilateralmente la relación de Cataluña con el resto de España (una
relación, por definición, excluye la unilateralidad) no puede sostenerse
razonablemente al no poder fundamentarse en una hipotética situación de
sojuzgamiento colonial ni nada que se le parezca, pese a los
histriónicos rasgamientos de vestiduras por supuestos expolios fiscales,
que casi nadie se atreve ya a esgrimir —aunque seguramente puede haber
margen para aumentar la equidad en este punto—, o por las declaraciones
extemporáneas (o así consideradas por parte interesada) de tal o cual
ministro, o por decisiones del gobierno central tan tremendamente
lesivas para la “cohesión social” de Cataluña como ¡aumentar el número
de horas de lengua castellana en primaria de dos a tres semanales!
En una democracia, incluso en una tan imperfecta como la que tenemos
(pero no tanto como para que su imperfección autorice a todo el mundo a
tomarse la justicia por su mano), las diferencias sólo pueden resolverse
mediante la discusión y la búsqueda de acuerdos, al menos parciales,
mientras la correlación de fuerzas en los órganos legislativos, incluso
apoyada por manifestaciones pacíficas (huelgas incluidas), no permita
otra cosa.
Por supuesto, quien considere honestamente que ésa es una vía
muerta (más de una vez, a lo largo de la historia, lo ha sido) siempre
podrá optar por la vía insurreccional. Faltará sólo que un número
suficiente de personas considere que la reivindicación lo vale.
Y, por
supuesto, llenar una vez al año de gente la Meridiana o el Paseo de San Juan no es una insurrección digna de tal nombre, aunque
algunos así lo crean. Pero no siempre la fe mueve montañas." (Miguel Candel Sanmartín, Crónica Popular, 26/09/16)
No hay comentarios:
Publicar un comentario