"(...) No es un conflicto irresuelto entre España y Catalunya, sino entre catalanes hoy. Si acaso, un conflicto que enfrentaría a los separatistas con la legalidad democrática. Esto es lo primero que Carles Puigdemont
debería reconocer si quiere ser el presidente de todos.
Los resultados
de hace un año, en unas elecciones con alta participación (75%),
reflejan una sociedad catalana con una triple fractura territorial,
social y lingüística en torno a la hipótesis de la independencia. El
bloque netamente separatista, tras años de intensa campaña de agitación,
logró el 47,7%. No es una cifra desdeñable, por supuesto.
Pero queda muy lejos de ser «un mandato democrático» o «un aval del pueblo»,
como repiten los portavoces de JxSí y la CUP. En cualquier caso, nada
que pueda justificar la instrumentalización partidista de las
instituciones autonómicas.
La voluntad secesionista ni tan siquiera sobrepasa la mitad más uno
de votos en las urnas. La democracia tampoco se puede sustituir con
manifestaciones, por muy insistentes y numerosas que sean, como se
pretende hacer desde el 2012. «No podemos hacer ver que somos mayoría si
no lo somos», ha reconocido el 'conseller' Santi Vila, uno de los pocos soberanistas honestos la víspera de la Diada.
El problema al que nos enfrentamos los catalanes como sociedad no tiene nada que ver con el respeto de nuestra identidad o singularidad
en el Estado español, sino con la calidad de la democracia dentro de
Catalunya. Nadie en el mundo aceptaría el argumento de que somos un
pueblo perseguido u oprimido. Por eso, el 'proceso' carece de apoyos
internacionales.
En cambio, lo que aparece cada vez con más claridad es la pulsión totalitaria del separatismo. Las conclusiones de la comisión de estudio del Parlament sobre el proceso constituyente,
aprobadas el 27 de julio, son elocuentes.
Tras las próximas elecciones,
que ya no serían autonómicas sino «constituyentes», la Cámara pasaría a
convertirse en una asamblea con plenos poderes, cuyas decisiones serían
de «cumplimiento obligatorio para el resto de poderes públicos y para
todas las personas físicas o jurídicas», y no podrían ser objeto de
«control, suspensión o impugnación por parte de ningún otro poder, juez o
tribunal».
Hace unos días, el catedrático Xavier Arbós nos alertaba en EL PERIÓDICO de que con la anunciada ley de transitoriedad jurídica,
JxSí se propone, entre otras cosas ya de por sí inconstitucionales,
cambiar las normas electorales sin respetar los dos tercios del
Parlament que marca el propio Estatut. (...)" (Joaquím Coll, El Periódico, 19/09/16)
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