Edurne Portela
"En el camino entre el silencio y la neolengua que se apropió de buena parte de Euskadi hay otras estaciones legítimas, y son las que explora Edurne Portela en El eco de los disparos (Galaxia Gutenberg).
Portela aporta un libro complejo a una realidad compleja, huyendo del
maniqueísmo y de la equidistancia y navegando con una precisión difícil
pero certera en el territorio que abrió Primo Levi cuando defendió
conocer lo complejo para comprender, no para justificar. (...)
Portela, doctorada y profesora de Literaturas Hispánicas en EE UU, dedicó muchos años a investigar la violencia en Argentina o la Guerra Civil
en la ficción hasta que se dio cuenta de que miraba hacia otro lado
para no mirar al propio, a la sociedad silenciosa y cómplice del País
Vasco en el que nació y creció. Y decidió ocuparse de ello. (...)
Pero Portela no solo había acumulado kilómetros de tinta sobre la
violencia y el País Vasco, analizado películas, novelas, exposiciones y
trazado una visión crítica sobre la responsabilidad de la sociedad
civil. Sino que había nacido en Santurtzi en 1974, había bailado a
Kortatu o La Polla Records, había recibido algún porrazo policial y
crecido bajo la icónica mirada de Lasa y Zabala, dos desaparecidos a manos de los GAL.
“Intenté abordarlo desde un punto de vista académico pero era imposible
para mí hacerlo desde esa frialdad. Me di cuenta de que había sido
testigo de experiencias que no había elaborado y que formaban parte de
mis afectos, de mi ética y de mi forma de entender el mundo”. (...)
“He construido de una forma más personal, también más difícil y
dolorosa, se trata de que los que no hemos sido víctimas ni
perpetradores nos demos cuenta de que nuestra participación también ha
sido fundamental”.
El secreto con el que pasaba a Francia con su familia para visitar al
tío cura amigo de “los barbudos”; la ignorancia sobre el sufrimiento de
la señora que les vendía anchoas, de la que solo con el tiempo supo que
era viuda de un asesinado; o aquella vez en que unos chicos le
enseñaron la cría de un gato que metieron bajo el felpudo para saltar
encima mientras reían.
Después nunca se atrevió a mirar debajo y lo
recordó años después cuando otros hombres pisotearon a un ertzaintza
en una calle de Bilbao. Tampoco entonces se atrevió a mirar bajo el
felpudo, otro felpudo, el que cubría de silencio sucio la violencia
rutinaria.
“La actitud de la sociedad vasca ha sido de complicidad y la
complicidad tiene la idea de culpa implícita. Pero esta complicidad es
muy compleja porque puede venir del miedo, de la connivencia o también
de la ignorancia, una ignorancia activa, preferir no saber por ese
terrible algo habrá hecho”, afirma Portela. “La participación de la sociedad vasca en el problema ha sido inconsciente, pero también ha sido responsable”.
Portela defiende un “cambio imaginativo que utilice las herramientas
de la cultura, una cultura que nos haga despertar de la indiferencia, el
silencio, la complicidad de estos años, que nos provoque una
imaginación ética de ver al otro en toda su complejidad”. Y señala el
papel constructivo que tienen en este sentido obras de Fernando Aramburu, González Sainz, Jaime Rosales, Clemente Bernad y muchos otros.
Pero critica a fondo la falsa normalización que exhibe una película como Ocho apellidos vascos,
paradigma para ella de lo que no debe ocurrir. “Salí enferma, muy
afectada de la película, porque se ha pasado del silencio absoluto, de
la negación, a la carcajada y eso no es decente”. El humor es legítimo
sin duda, afirma, “pero hay un tiempo de reconocimiento de la
profundidad del daño.
Que guste fuera del País Vasco y se rían puede ser
comprensible, es una comedia, aunque me parece retrógrada e insultante,
pero que en el País Vasco la gente esté dispuesta a reírse con el
personaje de Carmen Machi
sin conciencia de lo que puede significar representar a una mujer viuda
de un guardia civil que ha vivido en un pueblo abertzale; que se rían
del ambiente de la herriko taberna cuando hace cinco años cambiábamos de
acera para evitarla.
Nos estamos saltando un paso fundamental: si no
hay autocrítica, si no hay reconocimiento del daño, si no hay
elaboración no podemos pasar al humor. No nos lo hemos ganado todavía”.
Diferencia esta película del humor de Vaya semanita, al que atribuye un grado de inteligencia que no está en Ocho apellidos... “Vaya semanita
no solo se ríe de ETA y los pasamontañas, sino de todo el discurso
nacionalista, hay una autocrítica que implica un concepto social más
amplio, una sutilidad en el humor y un reconocimiento de que estamos
hablando de algo más complejo que la caricatura.
Es la diferencia entre
una caricatura y una representación paródica de algo más complejo. El negociador, también de Borja Cobeaga,
es brutal y tiene humor, pero un humor que reconoce la complejidad y es
responsable, te puedes sonreír y reír, pero también reflexionar; te
deja destrozado, sin ningún sentido de superioridad como el de Ocho apellidos... y esa sensación de menos mal que no soy de esos”.
El ejercicio que propone Edurne Portela es más complejo y pasa por hacerse consciente de la neolengua orwelliana que la izquierda abertzale
logró imponer en el País Vasco y que actuó como impulsora del silencio
de quien no se reconocía en ella. Esa izquierda se apropió de todas las
causas que un joven como ella podía abrazar, desde el rock radical vasco
al feminismo, los
movimientos de liberación en América Latina o la insumisión, y le dio un
sentido etnicista que implica exclusión automática.
En el otro lado, el
de las víctimas, se impuso de facto un veto a las obras que ayudaran a
entender al terrorista o sus defensores. Y autores que fijaron su cámara
en ellos como el fotógrafo Bernad o el cineasta Rosales sufrieron duros
ataques por una supuesta equidistancia que, dice, también ha hecho
daño. “Milan Kundera
dice que la novela destapa la complejidad de lo real.
Debe romperse el
tabú de representación por el que ese mundo violento se presenta como
unidimensional y ajeno, cuando en realidad ese mundo lo hemos construido
todos”. Por ello defiende también una política de víctimas que contenga
la verdad, la reparación y la justicia, pero no solo en el plano de la
justicia sino el de la empatía social.
Y no solo en el cauce de los
partidos. La vía Nanclares de encuentro entre terroristas y sus víctimas
es el camino, sostiene, y debe ser voluntario, cuidadoso, privado. “Los
tribunales no son la única solución”.
La cultura y la información son el camino. Escuchar a los líderes de
ese bando como Otegi decir que estaba en la playa cuando mataron a Miguel Ángel Blanco o como Iñaki Recarte, que ni supo el nombre de su asesinado y aún sigue sin saberlo “es perfecto; déjales hablar”.
La verdadera normalización no será mantener “lo normal”, que es
seguir evitando los temas, ni considerar el conflicto superado porque
hayan cesado los muertos. “Todos estamos implicados y el relato no puede
quedar solo en manos de los abertzales, de los partidos y de las
víctimas. Esto lo tenemos que hacer entre todos”. (Entrevista a Edurne Portela, El País, 22/09/16)
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