"(...) En realidad, el sistema alemán está lejos de corresponderse con el
federalismo prototípico, si hay tal cosa. En la inmensa mayoría de
federaciones la gobernación común no compete a los territorios: en
Argentina, Brasil, EE UU, Italia, México, Nigeria, Reino Unido y Suiza
los ciudadanos escogen directamente a sus senadores; en Austria,
Bélgica, India y Rusia, los parlamentos —no los Gobiernos—
territoriales.
No resulta casual que, salvo Argentina, todos estos
países hayan sufrido o sufran movimientos disgregadores. Resulta
impensable que, con esa experiencia, pudieran interesarse por una cámara
alta estilo Bundesrat tan propicia a que, en la gobernación general, se
introduzca de manera directa la poderosa maquinaria de unos Gobiernos
territoriales que, si son desleales (como sucede con frecuencia en
Canadá y España, y sucedió en Brasil, EE UU, India, México y Rusia),
provoca tensiones, entorpece las respuestas a los problemas, dificulta
la convivencia y, a la postre, socava la legitimación del sistema (véase
Bélgica).
Cuando esta cámara representa a las administraciones
territoriales, caso (único) alemán, el resultado previsible es la
paralización (bloqueos, veto players) de las respuestas a los retos
comunes por parte de un Gobierno que ya ha cedido muchas competencias, y
una profunda erosión de la soberanía que resta protagonismo a la
ciudadanía para otorgárselo a unos Gobiernos autonómicos que ven
ampliado su importante poder con una participación en el gobierno
general.
Quizá convendría dirigir la mirada hacia la teoría
federal estadounidense. Aunque es poco conocido, EE UU sufrió durante
más de un siglo una estructura similar a la alemana actual y dispone de
experiencia acumulada: 200 años de problemas federales, incluida una
cruenta Guerra de Secesión, e importantes retos, enfrentados apenas hace
un siglo, como el obstruccionismo de intereses locales y diversos
déficits democráticos.
Los parlamentos territoriales designaban a unos
senadores que representaban menos a los ciudadanos que a esos “seres
artificiales” e “imaginarios llamados Estados”, por citar a dos padres
de su Constitución. Obstruccionistas de las instituciones nacionales
oficiaban como verdaderas oligarquías locales.
En respuesta, en 1913,
tras un siglo de dificultades y frustradas tentativas de reforma, que ni
la Guerra de Utah ni la de Secesión resolvieron, la 17ª Enmienda
Constitucional adoptó la elección directa por la ciudadanía.
No
cabe descartar que, terminada la Guerra, los EE UU, al tutelar la
constitución de la Alemania derrotada, recordaran con la peor intención
sus aciagas experiencias, para socavar el Gobierno nacional y su
conexión directa con un pueblo con, digamos, exceso de lealtad nacional.
En el Bundesrat resultante los Länder gobiernan sus territorios y,
también, participan en la gobernación del conjunto, anteponiendo a
menudo su interés local al general. Tampoco parece casual que los
delegados que escribieron la Ley Fundamental de Bonn no fueran
designados por elección popular directa sino por los parlamentos
territoriales. Todo ello bajo supervisión de las potencias ocupantes.
En
las antípodas, el Senado yankee refuerza la gobernación federal, sin
interferencias corporativistas de administraciones territoriales. La
alternativa canuck (canadiense) es más drástica: la elección de
senadores casi vitalicios compete al primer ministro nacional.
En la
lógica de la división federal de poderes, ambas federaciones entienden
que si los territorios ya gozan de amplio autogobierno (self-rule) con
competencias exclusivas, el Gobierno “compartido” (shared rule) debe
corresponder al sujeto de la soberanía nacional (pueblo español, en
nuestro caso), especialmente en materias reservadas a las instituciones
comunes, cuya gobernación se vincula directamente con los ciudadanos.
Así, junto a una mayor eficacia de las instituciones federales, se
garantiza una implicación directa, sin intermediarios, de los ciudadanos
en el gobierno del conjunto y, por ende, una mayor legitimación. Algo
nada irrelevante en un país con oligarquías locales que han convertido
la amenaza de disgregación en un procedimiento de extracción de rentas y
crecientes privilegios.
Un diseño institucional de esa naturaleza
induciría en los senadores una disposición a cohonestar los intereses
de sus electores territoriales con el bien común. Como representantes
directos de la ciudadanía raramente operarían como brokers de
instituciones intermedias, con sus consiguientes sesgos corporativistas
(bien conocidos en nuestras comunidades autónomas), sometidos a la
permanente tentación de rentabilizar ambiciones disgregadoras. Además,
ambos vectores de integración política para el conjunto —vinculación
electoral directa y legitimación— aumentan la eficacia de las
instituciones nacionales en su acción interna y en la internacional.
España
que, en contra del tópico, no es un país singularmente heterogéneo, ha
visto como instituciones en principio diseñadas para resolver problemas
han servido para recrearlos al servicio de élites locales. Una enseñanza
a recordar, si llega la hora de reformarlas. La experiencia ajena
ayuda. Pero hay que saber dónde fijarse." (Félix Ovejero, Enric Martínez-Herrera, El País, 24/05/16)
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