6/10/20

El populismo y el relato independentista en Cataluña: es una variante del peronismo, con elementos del populismo de izquierdas iberoamericano, pero también del trumpismo, el Brexit y del populismo identitario europeo de derechas. El Procés no deja de ser una batalla por la hegemonía política por parte de sectores sociales acomodados... esto va de una profunda división entre los ciudadanos de Cataluña, a los cuales se les ha situado en emocionalidades contrapuestas

 "El independentismo ha tomado en los últimos años un gran impulso en Cataluña, hasta el punto de movilizar casi la mitad del voto de esta comunidad en las últimas convocatorias electorales, condicionando la agenda y la dinámica política española, además de cuestionar y poner en crisis la reforma política que se concretó en la Constitución de 1978.

 A pesar de no constituir una mayoría política, ni simple y aún menos cualificada, el discurso independentista, así como su capacidad de elaborar un relato atractivo en una situación de crisis, se ha tornado absolutamente hegemónico en Cataluña, ocupando casi en exclusiva el espacio de comunicación.

 Si su capacidad movilizadora es notable, más lo ha sido la elaboración de elementos de creación de identidad, de ideas-fuerza sobre las que mantener un largo proceso de movilización  política –El Procés–, que se ha sostenido con el recurso a una parte significativa del instrumental populista, adaptado en este caso para la cohesión de clases medias y relativamente acomodadas en una batalla no tanto de acceso al poder en Cataluña, que ya lo poseen en gran parte, sino de ampliarlo y blindarlo frente a los sectores dominantes tradicionales engarzados y vinculados al mainstream económico, social y político español. No resulta anecdótico constatar que, hasta 2012, el soporte independentista en Cataluña no superó el 15% del voto electoral, estando durante décadas por debajo del 10%.

Al analizar la conformación del discurso independentista a partir de 2010, profundizado y radicalizado después de 2015, nos encontramos un paralelismo notable con la construcción de los imaginarios populistas: un relato cerrado, la visualización de horizontes de progreso y emancipación, el uso sesgado de la historia y la construcción de mitos, la identificación amigo-enemigo, el poder cohesionador del victimismo, la construcción de una realidad imaginaria, la creación de conceptos y lenguaje propio, el uso movilizador de las redes sociales, el recurso a la posverdad, la identidad supremacista, las pulsiones totalitarias… 

La metáfora del peronismo no resulta nada alejada de la realidad. El discurso y el relato político elaborados por el movimiento independentista acaban por resultar una variante –¿un sustitutivo?– con elementos del populismo de izquierdas iberoamericano, pero también del trumpismo, el Brexit y del populismo identitario europeo de derechas.

Contrariamente a su propio relato, que lo presenta como una nueva y original conexión entre la sociedad y sus dirigentes, el populismo independentista significa una importante amenaza no solamente para las instituciones españolas, sino para las instituciones europeas, las cuales descansan sobre la estabilidad y la aceptación tácita y explícita de las fronteras de los estados europeos constituidos después de la Segunda Guerra Mundial y con los ajustes producidos en Europa del Este con la disolución del Pacto de Varsovia. 

La “fatiga civil” de la democracia, el creciente divorcio entre gobernantes y gobernados, la incapacidad de hacer frente a la crisis económica, más allá de las recetas neoliberales imperantes en Europa, lleva a los diversos proyectos nacionalistas a aumentar el pulso con el Estado, responsabilizándolo de la situación y poniendo en un primer plano los déficits del estado autonómico, la frustración identitaria y los agravios en el terreno de la financiación, para construir un imaginario de imposibilidad de encaje de Cataluña en España. Pero en realidad, esto no va tanto de un conflicto o un litigio de soberanías entre Cataluña y España, sino de una profunda división entre los ciudadanos de Cataluña, a los cuales a través de un denso sistema de estímulos y propaganda se les ha situado, más que en razones, en emocionalidades contrapuestas. 

Si hay algo que atribuir a cierta clase política catalana, es su irresponsabilidad, el hecho de no sopesar la importancia de haber vivido mucho tiempo en una comunidad relativamente cohesionada, y la frivolidad sistemática con que esto se ha destruido. En el fondo, El Procés no deja de ser una batalla por la hegemonía política por parte de sectores sociales acomodados, mediante un envite de creación de un nuevo marco político diferenciado del español. No se trata tanto de la obtención de un poder que ya poseen en buena parte, sino de ampliar las atribuciones y mecanismos de extracción configurando un Estado de nuevo cuño. Así mismo, se trata de disponer de un discurso político aparentemente nuevo para superar la identificación de los partidos representativos de la derecha catalanista con la corrupción y con una nefasta gestión de los efectos de la crisis económica de 2008.

La política, la mala noción de la política, y el uso de discursos cerrados y excluyentes pueden provocar daños difícilmente reparables en una sociedad. Contrariamente a lo que se suele suponer, también las sociedades avanzadas y con buenos niveles de vida pueden ser proclives a tomar la senda de la irracionalidad, a escuchar promesas de redención y al fanatismo. Lo que ha sucedido en Cataluña, probablemente se pueda explicar por la combinación compleja de una serie de motivos, pero difícilmente se podrá justificar en el futuro. Por muy grandilocuente que sea el objetivo a conseguir, nunca superará en valor lo que se ha destruido en el intento. Y

 probablemente a día de hoy, se sea escasamente consciente de todo lo que se ha demolido. Entre otras cosas, la cultura de este movimiento está impregnada de arrogancia, un estado este que no permite calibrar ni errores ni efectos colaterales no deseados. Sus dirigentes practican la vanidad muy por encima de la que suelen mostrar como adorno los políticos de todo signo. No hay nada peor que una generación de políticos con la predisposición de pasar a la historia y a los cuales les interesa poco el aburrido mundo de la administración de los intereses, las necesidades y contradicciones colectivas. En este sentido, el independentismo es hijo del pujolismo, no hace sino representar su “fase superior”. La evidencia también de la perversión y toxicidad que anida en cualquier relato nacionalista.

En tiempos en los que la soberanía ha ido abandonando la política, en que las funciones y atribuciones de los Estados-Nación no han hecho sino ir siendo cuestionadas y laminadas por la economía global y por instituciones supranacionales, resulta casi curioso que se planteen dentro de un estado europeo contenciosos de soberanía y de legitimidades. Representa una salida por la tangente en relación a la creciente incapacidad de las estructuras políticas, para hacer “política”. 

En este conflicto que más que ideológico o político es de afirmación de emocionalidades contrapuestas, la salida es compleja justamente porque está planteado en términos que no atienden a “razones”. Cuando se ridiculizan las instituciones y se hace trizas la noción del Estado de Derecho y la legalidad establecida, el resultado nunca es un nuevo orden, sino el desconcierto. Hablar de El Procés significa hablar más que de un proyecto político, de la puesta en marcha de un gran plan de comunicación y de propaganda basado en buena parte en las diferentes experiencias y estrategias populistas, puestas al servicio de la batalla por la hegemonía que pretenden disputar las tradicionales clases dominantes del país con las que lo compartían. 

Se ha generado en Cataluña una versión tecnológica, un e-populismo, que se ha    demostrado extraordinariamente eficaz para la captación y puesta en marcha de voluntades, aunque con resultados, social y culturalmente, más bien devastadores. De hecho, los planteamientos identitarios son, en Cataluña y en todas partes donde se plantean, una negación de la política, en la medida que no se creen susceptibles de controversia, debate y negociación. La identidad nunca entendió de posiciones relativizadoras. Es algo que tiene que ver más con la religión.

 La verdad, me planteo todo esto desde una posición bastante particular, extraña. Habito y tengo mi paisaje personal en la Catalunya profunda, en el “Goierri catalán” para algunos, territorio que como el vasco es de una belleza imponente, aunque desde aquí no sea posible otear el mar, y poblado de muy buena gente, a los que de vez en cuando les da por mostrarse exaltados y crédulos en exceso. Lo hicieron con el carlismo, con el integrismo católico y tanto con el Franquismo como en su oposición a él. 

Un lugar donde se comprende especialmente bien la novela “Patria” de Fernando Aramburu. Poseo “ocho apellidos catalanes”, pero una incapacidad evidente para que me estimule el sentido patrio, o cualquier fervor de signo religioso. Soy de los que, en irónicas palabras de Isabel Coixet, formamos parte de “lo peor de cada casa”, de la gente escéptica, crítica, dados a utilizar más o menos la razón y, sobre todo, que aspiramos a convivir en paz. 

El uso abusivo de liturgias patrióticas no alcanza a confundirnos sobre el propósito subyacente a todo ello, que no es sino el de conferir una nueva delimitación del poder para ocuparlo del todo por parte de los sectores acomodados de la sociedad catalana. Lenguaje y horizontes aparentemente nuevos para reforzar viejas pulsiones y hegemonías."                 

(Fuente: Introducción del libro de Josep Burgaya Populismo y relato independentista en Cataluña. El Viejo Topo, 5 octubre, 2020, Josep Burgaya)

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