"(...) Desde que a través de las redes y los móviles
empezaron a rebotar las imágenes de los policías golpeando a la gente
que resistía para votar (24 policías están siendo investigados por un
juzgado barcelonés), quedó claro que la violencia represiva convertiría
esa movilización en "lugar de memoria" para el amplísimo movimiento
social que sustenta al independentismo.
Lo de menos sería aceptar que el
referéndum no había cumplido los estándares internacionales, como
señalaron los observadores en su informe del día 3. Lo sustancial sería
la construcción del mito para apuntalar el eslogan falaz del mandato
democrático.
Material para construirlo lo había de sobra. A los
pocos días se emitió el documental 1-O, dirigido por Lluís Arcarazo, que
fijó una primera memoria épica de lo vivido. De inmediato la industria
editorial detectó el afán de revivir lo experimentado y el interés por
determinar qué había ocurrido.
El reportaje Operació urnes
de los periodistas Vicens y Tedó, donde se desvelaba la logística que
hizo posible que las urnas chinas llegasen clandestinamente a colegios
electorales de toda Cataluña, se convirtió en uno de los libros más
vendidos de la historia de la no ficción catalana (y no deja de ser
sintomático de la incomunicación de nuestros campos culturales que, tras
miles de ejemplares vendidos, no se haya traducido al castellano).
En
el título de otro éxito de ventas, el del fotoperiodista Jordi Borràs
—agredido este verano por un miembro de la Brigada de Información de la
Policía Nacional en plena calle y a plena luz del día—, se
conceptualizaba el origen del mito en construcción: Dies que duraran anys.
A medida que transcurrían los meses y se hacían
virales nuevos vídeos de las cargas, el mito se consolidaba con su
lenguaje: defendimos las urnas con nuestros cuerpos, las heridas siguen
abiertas porque nunca olvidaremos. Dicho credo es performativo, su
pretensión es fundar un nosotros nuevo: "El dia que vam ser un poble".
Así lo proclama, positivizando su esencia populista, la convocatoria de
uno de los actos de conmemoración que ahora van a celebrarse. Más mesas
redondas. Más reportajes televisivos. Más plazas rebautizadas.
Así,
amasando el lugar de memoria, ha acabado por compactarse la mutación del
catalanismo mayoritario: la afirmación democrática de un demos
independentista formado por dos millones de ciudadanos, nutrido en la
abulia del Estado, el activismo desarrollado por un movimiento social de
enormes dimensiones y la caja de resonancia de un poderoso entramado
comunicativo.
Hoy la densidad de este mito, redoblada por la causa
judicial abierta contra los líderes del procés (tan extralimitada por
tantos aspectos, empezando por la prisión preventiva y acabando por la
acusación por rebelión), sigue dificultando la descripción realista del
significado de ese día. (...)
hoy puede afirmarse que la acción primordial
desarrollada por la Generalitat durante al menos una legislatura (por no
decir dos) fue un engaño. Y no digamos la multiplicación masiva del
engaño durante el fervor de la campaña electoral previa al 1 de octubre.
Un engaño dirigido no a la parte de la población que no había sido
convocada a participar en el referéndum de autodeterminación (como si el
futuro de su país no fuera con los partidos que los representan) sino
precisamente a la ciudadanía que había elegido ese Govern.
Esa parte de
la ciudadanía que, confiada, arriesgó implicándose en un proceso
ilegalizado porque creía que sí, que era un referéndum; y que sí,
llegada la hora grave, ejerció de veras la desobediencia civil: se
plantó pacíficamente ante las porras y las bolas de goma para defender
la dignidad política de nuestra comunidad nacional que estaba siendo
usurpada por sus líderes.
Pero lo paradójico es que ese engaño, que sirvió para
movilizar a una parte de la ciudadanía (movilizada aún), debía operar
como un engaño paralelo. El destinatario era el Gobierno Rajoy
—incapacitado para enfrentarse al desafío, atrapado en la telaraña con
la que la aznaridad cosificó la mecánica constitucional—.
Este segundo
engaño era el farol, en palabras de la consellera Ponsatí. En ese
momento de caos la apuesta del farol ganaba si conseguía forzar una
negociación sobre la soberanía nacional. Apostó el autogobierno, llevó
el procés más allá de sus posibilidades y se perdió.
Una de las eminencias grises del procés sabía de lo
que hablaba al definirlo, ya hace años, como una mentira fértil. Y yo
mentiría si no reconociese que durante los días del torbellino me la
tragué. Como angustiados la creyeron tantos. Como tantos de sus
impulsores, cautivos de su propio engaño. Hasta que la fría razón de
Estado, simbolizada no por un Gobierno desarbolado sino a través del
discurso sin perdón ni empatía de Felipe VI, sentenció que iba a
terminar aquella "revolución frustrada", para decirlo con la expresión
dolida del malogrado Josep Fontana.
El precio de su liquidación está por
determinar. Porque no solo colapsó el consenso catalanista y el Estado
de las autonomías pactado durante la Transición. A falta de
normalización institucional el sistema democrático español sigue
corroyéndose, solapándose a la precarización del proyecto de la Unión
Europea. Atrapados como estamos ante un espejo que refleja un degradado
laberinto decadentista, hoy lo único cierto son las consecuencias de ese
doble engaño. " (Jordi Amat, El País, 01/10/18)
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