"La última ocurrencia son las tablas. El procés ha terminado, sí, pero no
en una derrota sino en tablas. El independentismo no tenía suficiente
fuerza y cometió numerosos errores, sobre todo de cálculo —nos dicen—
pero el Estado tampoco ha conseguido la aniquilación del
movimiento. El balance final, por tanto, queda igualado: no es una
victoria pero tampoco es una derrota.
No habría objeción en admitir las tablas si no se tradujera
inmediatamente en la necesidad de "prepararse para el siguiente
conflicto, que es inevitable". Entre quienes sostienen tal teoría hay
intelectuales nada proclives a las fantasías, que recomiendan acumular
más fuerzas y cuidar más las alianzas, especialmente con los movimientos
sociales y las izquierdas alternativas, sin darse cuenta de que el
error básico e inicial no es de evaluación de fuerzas sino de
estrategia.
Si la independencia no ha llegado no ha sido por un déficit
cuantitativo, como sería alcanzar la mayoría de votos de una hipotética
consulta que, de otra parte, no se ha producido en condiciones
aceptables —y hoy ya sabemos que tampoco se producirá—, sino
cualitativo, como ha sido optar por el camino inviable de la
unilateralidad, la ruptura de la legalidad y una confrontación con
España para la que no existen ni existirán nunca suficientes fuerzas de
todo tipo, incluyendo la inevitable capacidad coercitiva que se necesita
en los procesos de destrucción de una legalidad y generación de otra
nueva.
El secesionismo planteó la partida desde el inicio en unos términos
bélicos que solo abocan a la victoria total o la aniquilación
(independencia o sumisión, fue el dilema enunciado por Jordi Pujol para
dar su luz verde al proceso secesionista), y precisamente porque sus
dirigentes no han tomado conciencia ni han aceptado la realidad de la
derrota, todavía siguen tentados por la idea de las tablas o incluso del
armisticio, que aplazaría la confrontación definitiva para una mejor
ocasión en que vuelvan a darse condiciones.
Los mayores disparates que se están produciendo estos días tienen su origen en esta nueva fantasía del procesismo
que se prolonga a sí mismo tras su derrota. Tienen su justificación en
la presión que viene de abajo, desde las bases sometidas a un fuerte
adoctrinamiento durante seis años, que se niegan ahora a regresar a sus
casas con las manos vacías y exigen la implementación de la república
inexistente o al menos la permanente movilización de la comunidad
independentista ofendida por la negación de su derecho a la
autodeterminación y por la represión sufrida por sus dirigentes.
El error no puede ser más flagrante. La fuga hacia adelante
secesionista ha conseguido con enormes esfuerzos la actual acumulación
de fuerzas, pero a costa de estimular el surgimiento de una fuerte
reacción hostil entre los catalanes constitucionalistas, hasta alumbrar
el fantasma de una Cataluña definitivamente dividida en dos,
independentistas y unionistas, en la que el instrumento propagandístico
creado para demonizar la oposición a la independencia está fructificando
en forma de una pesadilla etnicista auténticamente nociva para
Cataluña, su lengua, su cultura e incluso su autogobierno.
En tales condiciones es bien fácil prever el retroceso que se avecina
para el autogobierno de Cataluña. La independencia ha sido derrotada.
El autogobierno ha quedado gravemente lesionado en el doble lance de su
intrumentalización política independentista —Mossos d'Esquadra, modelo
escolar, finanzas autonómicas y TV3— y de la intervención por el
artículo 155.
Y la eventualidad de una reforma constitucional que
convenga a Cataluña ha quedado también erosionada por la división entre
los catalanes y la reacción anticatalanista en el conjunto de España.
Para salir del atolladero, es condición indispensable admitir la
derrota. No ha habido ni habrá una transición nacional catalana tal como
la imaginó Artur Mas. Solo quedan cenizas de las sucesivas hojas de
ruta para ejercer el derecho a decidir y para declarar la independencia
unilateral.
El proceso independentista, el procés, ha terminado
y ha terminado mal, con seis meses de autogobierno intervenido; la
inevitable represión que se produce cuando unos dirigentes políticos
vulneran la legalidad constitucional de forma tan descarada; y el enorme
resentimiento acumulado entre quienes creyeron en la facilidad y
gratuidad de una independencia conseguida entre los parabienes de la
comunidad internacional.
Admitamos, en todo caso, que esas tablas de salvación a las que se
agarran los derrotados podrían tener un sentido si se separan del
estricto desenlace del procés y se entienden como el equilibrio
histórico entre una Cataluña sin fuerza suficiente para irse y una
España sin fuerza suficiente para prescindir de ella o someterla.
Quizás
es pronto todavía para que los dirigentes reconozcan la verdad de los
hechos, den por terminado el procés y regresen sin dudar un
minuto más a la normalidad constitucional y estatutaria, a la
recuperación del autogobierno en su integridad y a la minimización de
las penas que inevitablemente comportarán los delitos cometidos.
No es fácil tan vasta tarea. También precisa de una cierta
acumulación de fuerzas, aunque esta vez en el campo central del
catalanismo transversal y plural sometido a la demolición por parte del
independentismo. Regresar al unitarismo, en definitiva. La tragedia de
la derrota es que sitúa a la tercera vía, la del catalanismo
posibilista, como la única salida para quienes lo querían todo y están a
punto de dejarnos sin nada." (Lluís bassets, El País, 18/06/18)
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