"(...) Canadá es la única democracia que ha gestionado con éxito un intento
de separación de raíz identitaria y eminentemente lingüístico, que es lo
que tenemos nosotros, por más que se lo pretenda revestir de motivos
más augustos. Consideremos tres instancias:
El referéndum y la ley
de claridad. Reina aquí una confusión interesada. Lo primero que hay
que aclarar es que la Constitución canadiense, que no reconoce el
derecho a la secesión unilateral, sí permite la celebración de
referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción en el
universo de las democracias, que se fundan en el principio republicano
de indivisibilidad del territorio, sin que ello cancele sus credenciales
democráticas.
Ahora bien, para evitar la inestabilidad política que
conlleva esa facultad, el federalismo canadiense ideó un mecanismo
restrictivo. El hoy ministro de Asuntos Exteriores, Stéphane Dion,
solicitó de la Corte Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones
en que tal ejercicio del derecho de autodeterminación se podía
practicar.
En su respuesta el Tribunal concluyó: que Quebec no tiene un
derecho a la secesión unilateral sino a entablar negociaciones con la
federación al efecto de separarse; que sólo habría lugar a esas
negociaciones tras un referendo con una pregunta clara (en 1980 y 1995
no lo habían sido); y que, en todo caso, la negociación no tenía por qué
abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no alcanzaban
un acuerdo. Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la Clarity Act
del año 2000.
Es decir, y esto es lo crucial: la Ley de Claridad no
nació para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al explicitar
el largo y complicado proceso de la ruptura pactada.
La cuestión de la plurinacionalidad y el estatuto especial. ¿Pero no
es cierto acaso, dirán los nacionalistas, que Ottawa reconoce a Quebec
como nación? No exactamente. En ningún lugar de la Constitución
canadiense de 1982 se habla de Canadá como un Estado plurinacional, y la
doctrina, aunque no es pacífica, no suele considerar que lo sea.
Lo que
ocurrió es que en 2006, en una hábil jugada del Gobierno de Stephen
Harper, el Parlamento Federal, neutralizando una moción del Bloc
Québequois, reconoció que “les quebequois forman una nación en un Canadá
unido”. Adviértase el matiz: se dice “los quebequenses”, y no “Quebec”,
y se dice en lengua francesa, tanto en la versión francesa como la
inglesa de la declaración. Con esto se quería significar:
a) Que la
cuestión es demasiado compleja como para llevarla a la Constitución.
b)
Que el reconocimiento de nación, en su acepción sociológica y no
política, se circunscribe a los descendientes francófonos de los
primeros colonos franceses, dejando fuera a quebequenses de lengua
inglesa que no quisieran sentirse por aludidos.
c) Que el reconocimiento
de esta nación histórica y cultural se lleva a cabo dentro de un Canadá
unido.
Compárese este sutil, eficaz e inteligente gesto con las
apresuradas e irreflexivas llamadas a reconocer la plurinacionalidad del
Estado español, sin saber siquiera cuántas y cuáles son las naciones
que lo compondrían. Porque en realidad, en Canadá, lo que se ha
desplegado en los últimos 50 años no ha sido una política de
plurinacionalidad sino de multiculturalidad y, sobre todo, de
bilingüismo.
La cuestión de la lengua. Si el ardor secesionista se ha apagado en
Quebec, no es porque haya obtenido rango legal de nación, ni porque se
haya reconocido su derecho de autodeterminación. La razón del éxito en
la gestión territorial ha sido la correcta localización del problema, a
partir de los años sesenta del pasado siglo, en la cuestión de la
lengua.
La élite política en Ottawa entendió, no sin resistencias, que
si los quebequenses veían adecuadamente representada su lengua en las
instancias federales de gobierno, su desafección disminuiría y el
nacionalismo se vería privado de su principal instrumento de hegemonía.
Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual rango federal a
inglés y francés. Gracias a esa medida, gradualmente implementada, hoy
indiscutida, el soberanismo quebequés llegó a sus referendos con la
pólvora mojada.
Pero de nuevo compárese esto con las ideas dominantes en
España: los federalistas hicieron suyo el francés, pero ni por un
momento hubieran aceptado blindar la exclusión del inglés en Quebec.
Tanto cuidado puso Ottawa en que los francófonos no se sintieran
excluidos, como que los anglófonos no sufrieran merma en sus derechos en
Quebec (la Sección 13 de la Constitución garantiza el derecho a ser
escolarizado en ambas lenguas, bajo ciertas condiciones).
Muchos somos
los que defendemos que esta es la vía que debería seguir España:
resolver el contencioso lingüístico a través de una Ley de Lenguas
Oficiales que, realzando el lugar público de las lenguas cooficiales,
siente de manera justa e inclusiva los derechos lingüísticos de todos
los ciudadanos españoles. (...)
En Canadá, los federalistas no promueven referendos de
autodeterminación: hacen lo posible por evitarlos y los desacreditan
como mecanismos anómalos en democracia, porque obligan a seleccionar a
una parte de los conciudadanos como extranjeros; en España, por contra, a
muchos aparentes federalistas, el derecho a decidir les parece bálsamo
de todo mal territorial.
Los federalistas canadienses defienden el
bilingüismo, así en Canadá como en Quebec, y considerarían una
aberración las políticas de exclusión del español practicadas, cada día
con más violencia verbal y simbólica, en más de una comunidad autónoma
española; nuestros falsos federalistas se sueltan con afirmaciones
lisérgicas como que el “el bilingüismo es un atentado a la convivencia”.
Y es que en Canadá el tajo es claro: o se es federalista o se es
nacionalista. En España, la mediación del “catalanismo” ha permitido
hacer pasar por legítima reivindicación lo que, a partir de 1978, no era
más que ramplón nacionalismo. Lo que hace falta en Cataluña y en el
conjunto de España, en suma, es un verdadero líder federalista, alguien
que nos arengue con el mismo claro mensaje que Pierre Trudeau dirigió a
su país el siglo pasado.
En el conjunto de España sonaría así:
“Españoles, debemos culminar el reconocimiento público de nuestras
cuatro lenguas principales, hoy todavía parcial y fragmentario”. Y en
Cataluña: “Catalanes, tras la aprobación de la Constitución democrática
nuestra identidad está protegida; digamos adiós para siempre a la
cultura morbosa del agravio perpetuo y hagamos definitivamente nuestro
este gran país, España, lleno de potencial, que por tradición y legado
nos pertenece”." (Juan Claudio de Ramon . El País, 12-09-16)
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