"El 20 de mayo de 1980, René Levesque, fundador y líder del Partido
Quebequés, celebró un referéndum sobre el futuro de la «Belle Province».
El entonces primer ministro de Canadá, el carismático Pierre Trudeau
(nacido en Montreal), no concedió demasiada importancia a tal
iniciativa. Sabía que no iba a prosperar. Y no se equivocó.
El «Sí»
perdió ante el «No» por casi veinte puntos, Levesque sufrió un
descalabro, los canadienses volvieron a lo suyo y el tema de la
independencia pareció estar desactivado. No era así. Los intelectuales
quebequeses siguieron trabajando activamente, aportando una ancha
panoplia de argumentos –unos verdaderos, otros falsos– que suministraron
combustible para la causa sagrada.
El 12 de septiembre de 1994, en Quebec ganó las elecciones
provinciales Jacques Parizeau, nacionalista radical. Por su parte, en
los comicios generales, un año antes, había triunfado el Partido
Liberal, dirigido por Jean Chrétien: un católico francófono y también
quebequés, con el que llegué a tener buena amistad durante mi mandato
como embajador en Canadá.
Parizeau estaba convencido de que había
llegado su hora. Y se lanzó ardientemente a la tarea de celebrar un
nuevo referéndum, el 30 de octubre de 1995. Todo parecía atado y bien
atado. (...)
Pero Chrétien montó una enérgica campaña por el «No», consiguiendo
enderezar la situación con una masiva marcha en Montreal, que él mismo
encabezó; un lúcido y clarificador discurso en la televisión; y la
impagable ayuda de Bill Clinton, que hizo un encendido elogio de Canadá,
donde gentes de culturas diversas, dijo, «viven en paz y en unidad».
El
resultado del escrutinio es conocido: el «No» ganó por un margen muy
estrecho (el 50,6, frente al 49,4) y los nacionalistas fueron
derrotados. Parizeau anunció su dimisión, culpando del desastre a las
fuerzas del mal, entre las que incluía «el dinero y el voto étnico». Más
tarde, cedía su puesto a Lucien Bouchard, el último de los grandes
soberanistas, que prometió un tercer referéndum, cuando se diesen las
«condiciones ganadoras».
Chrétien comenzó inmediatamente a trabajar para conseguir, por todos
los medios legales a su alcance, que no se dieran nunca esas
«condiciones ganadoras». Porque, como él mismo ha declarado en sus
memorias, lo más importante para un responsable político es mantener la
unidad y la integridad territorial de su país. Y tomó dos decisiones. La
primera, hacer pedagogía.
A tal fin, nombró a Stephane Dion, quebequés y
profesor de ciencia política en la Universidad, al frente del
Ministerio de Asuntos Intergubernamentales: una cartera clave en los
países federales. Su misión: desmontar, con razones claras y eficaces,
los mitos, los errores y las falsedades tramposas y victimistas en que
se apoyaban muchos de los argumentos del soberanismo. Y ello, con un
objetivo primordial: que los quebequeses supieran la verdad.
La segunda iniciativa fue crucial: pedir una opinión al Tribunal
Supremo, para clarificar la situación jurídica, tanto en derecho interno
como internacional. Las preguntas que el Gobierno formuló a la Corte
fueron tres: si las autoridades de Quebec estaban facultadas, en el
marco de la Constitución, para proceder unilateralmente a proclamar la
independencia; si las instancias internacionales reconocían a Quebec el
derecho a la autodeterminación; y, en el caso de conflicto entre la
norma interna y la internacional, cuál debía prevalecer.
Dos años tardó en contestar el Alto Tribunal, pero lo hizo en un
dictamen claro, preciso y ampliamente motivado. Éstas fueron sus
respuestas: de acuerdo con el derecho internacional, en Quebec no se dan
las condiciones para la autodeterminación.
Sin embargo, el Gobierno
canadiense no puede permanecer indiferente ante la voluntad secesionista
de una provincia, siempre que su población así lo manifieste de manera
clara y por una mayoría reforzada. Aun así, tampoco existiría un derecho
automático a separarse, sino que se abriría un proceso de negociación,
tomando en cuenta los intereses generales del país, del gobierno
federal, de los restantes territorios y de las minorías.
Y añadió un
punto más: Canadá puede partirse, en las circunstancias y con las
exigencias ya citadas; pero igualmente puede hacerlo una provincia. Para
entendernos: si Canadá es divisible, también lo es Quebec.
Al día siguiente, Chrétien puso en marcha una estrategia que culminó
con la llamada «Ley de la Claridad», adoptada en junio de 2000 por el
parlamento federal. Con ella se lograba convertir en norma de obligado
cumplimiento, para todo el país, los puntos esenciales del dictamen del
Supremo.
Su texto establecía que Quebec (la Constitución canadiense
permite la ruptura del país; no así la española, ni la americana, ni la
francesa, ni la alemana, ni…) puede decidir su futuro, pero en
determinadas condiciones: ha de ser clara la pregunta sometida a los
votantes (la del referéndum de 1980, confusa, ambigua y farragosa, tuvo
110 palabras) y clara la respuesta.
No sirve el 50+1 por 100 de votos a favor. Porque si para reformar
una constitución se exige amplia mayoría, para romper un país el
porcentaje deberá ser aún mayor. Y algo más: la secesión no puede
llevarse a cabo por un acto unilateral de la Asamblea de Quebec, sino
mediante una negociación en la que han de tomarse en cuenta los
intereses de todos. El derecho a decidir quedaba así embridado por la
ley. (...)
Chrétien ha sido siempre respetuoso con los nacionalistas de la que es
su provincia natal. Recuerdo que, en una ocasión, me dijo: «la noche del
triunfo del “No”, tan estimulante para mí, sentí pena por los que
lloraron al fracasar el “Sí”. Porque ellos son tan canadienses como
todos los demás». Una frase que luego leí en las memorias de quien fue, y
sigue siendo, un gran hombre de Estado." (JOSÉ CUENCA ES EMBAJADOR DE ESPAÑA – ABC – 18/04/16, en Fundación para la Libertad)
1 comentario:
¿
Existe un marco legal para la posible separación de Quebec de Canadá ??
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