"(...) En una sociedad abierta, plural, laica, heterogénea, diversa y
mestiza resulta inconcebible pensar que los individuos se relacionen de
una única manera —esto es, que puedan compartir una sola y misma
identidad— con una realidad tan compleja.
Por el contrario, en una
sociedad fuertemente empastada por unas creencias religiosas compartidas
por todos, o que ha hecho de la lengua su bandera emotiva unificadora,
esto es, con un imaginario colectivo que no admite las diferencias, el
vínculo identitario puede acabar resultando intensamente cohesionador.
De ahí la necesidad que todos los nacionalismos han tenido de un
poderoso enemigo exterior. Porque cuanto más exterior —cuando menos
tenga que ver con los nuestros— y más poderoso, más aboca a los
individuos a relacionarse con su comunidad presuntamente en peligro de
una sola y misma manera.
Pero si todo esto nos parece que en efecto está superado, lo que
corresponde es actuar en consecuencia. Deberíamos recuperar la vieja
definición, evocada no sin cierta nostalgia el pasado miércoles en estas
mismas páginas por Francesc de Carreras, según la cual “catalán es todo
aquel que vive y trabaja en Cataluña”, añadiéndole, si acaso, nuevas
determinaciones, siempre que pertenezcan inequívocamente al ámbito
material, como, por ejemplo: “...y está empadronado” o “...y tiene la
tarjeta sanitaria”, o cualquier otra que pudiéramos consensuar.
Pero lo
que sin ningún género de duda debería ser eliminado es ese “...y quiere
ser catalán”, de perfume inexcusablemente identitario, que le añadió en
su momento Jordi Pujol. Porque ¿acaso hay una manera inequívoca de “ser
catalán” de cuya adhesión pueda depender el ser reconocido como tal?
Si
de verdad nos creemos lo de las identidades múltiples y variopintas, el
requisito de “querer ser catalán” está fuera de lugar.
Que alguien pueda mantener un intenso vínculo emotivo con
determinadas realidades de su entorno (con el paisaje, la gente, la
lengua y la cultura, el pasado compartido, con determinados símbolos,
etcétera) casi podríamos decir que es antropológicamente inevitable.
Pero el trecho que separa eso del amor a la patria y otros registros
identitarios habituales en el discurso político son, con demasiada
frecuencia, el territorio de la manipulación." (
Manuel Cruz
, El País, Barcelona
20 DIC 2014)
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