"(...) De todo cuanto le digo, querido Orwell, lo que me sacude el ánimo
hasta un extremo doloroso es la división entre buenos y malos catalanes
según sea nuestro grado de simpatía o antipatía por el independentismo,
de manera tal que una frontera divisoria nunca vista desde la dictadura
nos ha separado de amigos, familiares y conocidos, de ilusiones y de
proyectos comunes, de nuestro futuro inmediato, de nuestra literatura
célebre por su entidad y riqueza formal exclusiva, y hasta de nuestros
trabajos literarios y universitarios, de los que también nos han ido
apartando como esos insectos molestos y peligrosos a los que usted hace
referencia en sus notas antinacionalistas.
Sin violencia física, como
les gusta justificar a viva voz; con intimidación solo psicológica, pero
violencia al fin, nos miden el grado de catalanidad con baremos tan
infantiles, por no llamarlos racistas, como el nivel de catalán de sus
ciudadanos, el partido al que pertenecen, la bandera que cuelgan en su
balcón, los libros que compran y su sentimiento de independencia.
También el nacionalismo de aquí ha tenido sus ladrones de guante
blanco. El colmo ha sido Jordi Pujol, presidente de la Generalitat
durante treinta años, cuya lucha patriótica y soberanista era solo
estrategia para beneficio económico del mismo Pujol y el de su familia,
llevándose el dinero a paraísos fiscales y preparando el país para que
su hijo pudiera heredarlo. (...)
Hasta que aparece en escena Artur Mas, presidente de la Generalitat,
con su órdago independentista embrollando a los catalanes, siempre bien
avenidos, ahora divididos en un país que muchos califican de enfermo. Si
se había definido que era catalán todo aquel que trabajaba y vivía en
Cataluña, el Gobierno de CiU añadió un concepto ideológico: “Y de
aquellos que tienen voluntad de serlo”.
Esta añadidura significó el
comienzo de un proyecto nacionalista exclusivo ideado para dar patentes
de catalanidad a quienes trabajen para merecerlo. A partir de
entonces, los escritores catalanes que escribimos en castellano, junto
con los que, también haciéndolo en catalán, son críticos con el
nacionalismo, pasamos a convertirnos en anticatalanes.
Enemigos del
pueblo. Usted sabe mejor que yo, señor Orwell, que el peligro de todo
nacionalismo es “el hábito de identificarse con una única nación o
entidad, situando a esta por encima del bien y del mal y negando que
exista cualquier otro deber que no sea favorecer sus intereses”.
Una parte significativa de la literatura de éxito de Cataluña se ha escrito siempre en castellano. Detalle, éxito literario,
que molesta al nacionalista que niega por activa y por pasiva otra
literatura que no favorezca sus intereses, o sea: escritura militante de
Estado propio. Por eso ni Carles Riba, ni Salvador Espriu, ni Josep
Pla, ni Josep Maria Castellet serían hoy independentistas.
Los últimos
veinte años están repletos de batallitas represivas del nacionalismo con
sus ciudadanos escritores. Han ido cambiando de tono y estrategia.
Inverosímiles, muchas. Grotescas, otras. Cada vez más ocultas y
afiladas.
A los escritores contrarios al nacionalismo nos apartan de la prensa
escrita, de los medios públicos, de las universidades y de todo aquello
que pueda representar ventana de nuestra existencia. El poder político
catalán incide directamente en la distribución de puestos de trabajo y
financia con dinero público empresas culturales sectarias. Lo tienen
comprado todo: editoriales, universidades, periódicos...
El afán
independentista por apropiarse del pastel en todas las casillas nos
tiene saturados. Políticos y tertulianos separatistas jalean de forma
mesiánica a los ciudadanos. ¿Qué más puedo decirle, señor Orwell, que
usted no sepa? Los residuos de regímenes dictatoriales dejan abono de
ideologías nacionalistas, las mismas que en su día desataron dos guerras
mundiales. Esperemos que jamás ocurra. ¿Y mientras tanto? ¡Cuánta
literatura perdida!" (
Nuria Amat
, El País, 2 SEP 2014)
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