"La vía escocesa del referendo, que tanta envidia, “sana envidia”,
despierta en los nacionalismos catalán y vasco, concluye colocando a
Escocia en la casilla de salida de un proceso autonómico,
a la espera de negociar con Londres las competencias que,
particularmente en materia fiscal, pueden homologarlo a las autonomías
españolas. (...)
Ahora que la onda del diapasón referendario-soberanista vuelve a
cabalgar por parámetros más controlados y las tensiones se rebajan,
cabría preguntar a los escoceses si les han merecido la pena estos
largos meses de discusiones, divisiones e incertidumbres, por mucho que
hayan dado un ejemplo de civismo colectivo difícilmente reproducible en
nuestras latitudes.
Los amigos de las emociones fuertes dirán
inmediatamente que sí, y también los irresponsables que obvian por
sistema las consecuencias de sus actos, pero, visto el resultado, puede
que muchos ciudadanos se pregunten estos días si el referendo era la
única salida a las aspiraciones escocesas y si los debates, algunos
fructíferos y aleccionadores, no habrían podido tener otro formato.
Cabría preguntárselo, sobre todo, fuera de micrófonos y en un momento
de confidencias y franqueza, a los políticos que los condujeron a la
ramplona opción binaria del sí o no y colocándolos ante el panorama de
la fractura interna y la ruptura con sus convecinos. Por algo Alex Salmond
había anunciado que no volvería a convocar más referendos.
Tras superar
dos consultas soberanistas que pusieron a prueba su cohesión política y
social y sus afectos y estabilidad identitarios, muchos quebequeses han
acabado por aborrecer ese recurso independentista altamente
desestabilizador.
Eso ocurre con nacionalismos presentables, tolerantes y
respetuosos, que no infunden miedo, que no se permiten reacciones
sectarias ni agresivas, que no pretenden homogeneizar cultural y
políticamente a los ciudadanos, ni se sienten superiores a sus vecinos.
El referendo, la “más bella” expresión de la democracia, a decir de
algunos, se cobra su precio social, político y económico, además de
aportar una sobredosis de excitación identitaria que puede resultar
indigesta. (...)
No es el caso de nuestros nacionalistas catalanes y vascos. Tras décadas
de democracia y de un proceso autonómico continuado y no correspondido
con lealtad estatal, los independentistas periféricos españoles ansían
más que nunca establecer la consulta plebiscitaria soberanista.
Da igual que hayan votado ya más de medio centenar de veces desde la
instauración de la democracia y que las leyes aprobadas también con el
concurso catalán no permitan los referendos independentistas. Es como si
hicieran tabla rasa, como si no hubieran votado en su vida ni decidido
el curso de la historia de su comunidad y de España.
Pero si cientos de
miles de catalanes, entre ellos personas como el jugador de fútbol Xavi
Hernández que habían mostrado con naturalidad su doble condición de
catalán y español, se manifiestan en la calle convencidos de que se les
“prohíbe votar y decidir el futuro”, es que España y Cataluña tienen un
serio problema. ¿La democracia española no resulta humillada con esos juicios? (...)
El referendo escocés, autorizado por Londres en la creencia engañosa
de que el rechazo a la independencia sería abrumador, ha vuelto a
romper el principio de que la autodeterminación solo puede aplicarse a
las situaciones coloniales y que los estados democráticos son
indivisibles.
De nuevo Quebec y el Tribunal Supremo de Canadá marcan la
pauta del qué hacer en el caso de que la mayoría de un territorio
manifieste una voluntad inequívoca de separarse. (...)" (
José Luis Barbería
, El País, 19 SEP 2014)
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